martes, 26 de marzo de 2013

Publicación Semestral. ISSN N° 1853-6867. Año 3. Número 5. Enero 2013.

A. Fuerza. Bruta.



Una puerta es una puerta.

Late en el pecho. Suspende la lengua. No hay más que voces inarticuladas, totalmente comprensibles. Y seis gritos de papel que hacen una llamarada de agua.
No hay que entender. Gracias. No hay que entender.
Pero la filosofía oriental y el último disco de Pedro Aznar han cansado, y sobra decir lo interesante que es cuando ser pierde su esencia copulativa, cuando no se busca complacer más que al cuerpo y al cuero.
Entonces, esternones doloridos, camisas que no se enfriaron hasta el amanecer del lunes, pies que no recordaban semejantes saltos, bocas cansadas de tanta boca abierta.
Las únicas palabras que escuché fueron un enardecido "BASTA, estamos acá, ESTAMOS ACÁ" de un actor a un tipo que se empeñaba a filmar un número a medio metro de su nariz -mientras el primero le estrujaba el teléfono que minutos después se empaparía con agua y música (si se atrevió a bailar)-.
Hay que ir, a, ante, bajo, con, desde, hacia/hasta, para, por, según, so, sobre, tras fuerza bruta.


en estado de...
Pero no hay que ir a Fuerza Bruta. Es atroz que nos excite un sobresalto en la rutina donde sonrisa y físico amanecen como últimos acampantes olvidados de un viaje en que el cerebro picó en punta. ¿Dónde estamos? ¿Por qué no acá?
¿Qué-estamos-haciendo-mal?
¿Por qué no acá siempre?
"Borrada la idea de espectáculo y de historia, accedemos al plano de la experiencia. Usted es parte. Déjese llevar. Sea."
Debemos dejar de complacernos con la pausa burguesa como ventana a lo que no somos. El circo de saltimbanquis pasa por el camino y corremos a verlo. No. Cortar el cable de acero a la huerta, huir por los montes, nadar para siempre.
¡Cómo llevar eso todos los días! A la vereda. A los martes. A la ropa que visto, a los comprobantes de pagos no realizados, a la dirección general impositiva.
Qué.



La sorpresa no es un efecto, es un estado constante.

Pero entonces, no ser la piedra del camino, ni el mantel del café del pueblo, ni los transeúntes pro et contra, ni ser el caminante: ser la soga atada a la espalda, ser el papel volando de la pared de ladrillos, ser, finalmente, agua.
Sea uno, en conclusión, con eso arrastrado de la punta de los pies, tirado de los dedos y del pupo. Luz al sesgo, torbellino de un solo flujo y cinco extremidades.
Asistir, como un disparo, un rayo fulminante de viento, tres racimos de calma. Una honda y final lluvia. Para siempre.
Ser espacio, línea. Ámbito y tensión. Cuatro ondinas sobre nuestras cabezas, un impulso eléctrico atravesado por láminas de papel satén, trece burbujas opacas de vapor en masa, palma de una mano en contacto candido y primero con un cuerpo. Excitación, exaltación, a plena fuerza bruta.




*

Braid. I.

Time, Mr. Freeman?


Mientras muchos juegos hacen alusión a la tela discursiva que los comprende, rompiéndola y cuestionando el pacto en que se basa el vértigo de ir hacia adelante y hacia la meta, Braid extrema la burla, tensando hasta la paciencia.

(Half Life 2 es uno de mis favoritos en este sentido: se sabe que Freeman es un personaje que "aparece", y si el jugador se sumerge en su vértigo, cada tanto hay signos disruptivos que, en el rabillo del ojo, recuerdan que estamos en una realidad que puede engañarnos; luego de correr todos los caminos según todas las flechas, el Hombre del Traje, en sólo diez segundos, ríe de la seriedad con que se intentó y triunfó, saludando hasta el próximo evento).


¡Belleza, nene! ¡Belleza!

Un tratado sobre la ansiedad.

No podemos jugar Braid disparando. No disparamos, sólo podemos saltar. El desconocedor se aventura y quizás pasa una o dos pantallas. Pero al poco tiempo pierde. ¿Y? "Cómo, ¿no perdí?". No se pierde. En Braid, perder es solamente una opción más, un camino que, quizás solo en esa ocasión, no funcionó. Cada intento puede ser enmendado con una simple tecla, que nos sitúa en, según elijamos, algún punto anterior del recorrido.

¿Anticiparíamos entonces que no habrá victoria posible?


Un experimento en torno a la calma.

Intentamos. Somos heridos por una bola de fuego. Volvemos el tiempo atrás. Intentamos nuevamente. Somos heridos por la misma bola de fuego, sólo que esta vez, eso sucede cuatro segundos antes. Retrocedemos nuevamente el tiempo. Ahora no nos prendemos fuego, pero tres, cuatro, cinco veces el mismo bicharraco se pone en nuestro camino hacia la escalera. Hay que intentar por otro lado.

Pantalla tras pantalla, Tim y nosotros jugamos con el tiempo. Invertimos, pausamos, ralentamos; lo atamos a nuestros pies, lo vemos avanzar y retroceder a nuestro arbitrio. Y el juego se abre, en la medida en que vamos entrando en su fase, como las pequeñas puertas que nos adentran en la tierra hacia la princesa.


Un tratado sobre la obsesión.

Tim -el sujeto de los enunciados del libro que leemos en sus intervalos- y el protagonista.
Confundimos al protagonista con Tim.
Ellos no son la misma persona nunca. Sólo lo son en tanto es el jugador quien ha manejado al minúsculo joven a lo largo del juego, y es el jugador, también, quién ha caído bajo el embrujo equívoco de una ilusión gestaltiana. Como los rompecabezas. Como Tim.


Un tratado sobre la fábula.

Tim ha inventado entonces toda una historia que nunca fue. Los malos entendidos -esos puentes perversos- se alimentaron sólo de la zanahoria que él ponía frente a sí. Disfrazado de cuento de hadas, la lucha heroica no fue más que un engaño de la imaginación que creyó prueba caballeresca la negación. No hay histeria cortesana, no hay dragones ni laberintos de hiedra. Fuimos engañados, con Tim, por la ilusión autoimpuesta de que al final del arcoiris estaba la mujer amada, y que ésta nos amaba a su vez. No hubo siquiera arcoiris, y todos saben que los arcoiris no terminan en ninguna parte.

Nosotros, con Tim, hemos exprimido nuestro cerebro hasta dar con la lógica mágica de cada instancia. Quizás también como Tim, desatendimos leer las páginas que lentas se ofrecían, como contrapunto a la avidez con que recorríamos los niveles. Mas todos volvemos a leer las páginas desde el inicio una vez que llegamos al fin, una vez que entendimos todo. No por nada empezamos en el nivel 2, y, recorriendo 3, 4, 5 y 6, terminamos en el 1, origen y sentido.




... Princess Who?

*


Desesperación, silencio y marea, de Mariano Moro y Victoria Moréteau.
Alfonsina y los hombres.




Estado de fascinación

Todo el tiempo la gente sale. Come, caga, baila. Boliches, bares, recitales, escucha música, se toca, se observa. Raramente se pone de acuerdo y va a la cama. La mayoría se desconoce, se ignora. Prefiere que sus intentos queden en la nada antes que dar la imagen a torcer. Mariano Moro sale, como todos, y en un remolino de la materia, choca con Victoria Moréteau.

Otra gente -tal vez, la misma- veranea en Mar del Plata. Pasa por la playa de los ingleses -¿cuál?- y en el espigón de los pescadores se clava unas rabas sondeando el Atlántico. Mariano Moro, que acaso también pide las rabas, escribe, también, Alfonsina.

*

Y es fácil cuando son malas. O cuando son más o menos buenas. O cuando hay mucho para descifrar y la gente sale con los ojos chiquitos como si tuviera que inteligir una carta de amor encriptada en clave de dodecafonía alegórica.

Así que el problema viene siendo Alfonsina. Alfonsina.
Sinteticemos:
1, qué decir que no sea una paráfrasis burda de la misma Alfonsina Storni, que está hasta los huesos en esta obra y esta obra en ella.
2, cómo poner en palabras algo siquiera que no sea un remedo de saldo de una copia barata de la geografía que dibujó Mariano Moro (de aquí en más, Mariano).
3, para qué tipear siquiera si Victoria Moréteau (hereinafter, Victoria) se olvida de ser Victoria y se alza y cae y pega con la masa de la maza de lo bello sin afeite o adjetivo. La contundencia bruta, dura, de lo que no puede ser de otro modo.

Podemos ir y volver de la cocina, ir al living, ir al escritorio, ir al balcón, ir al baño. Dejar que se masere, maridando mareado el pensamiento y el músculo estético (que... ¿dónde está?) y llegar a decir que

el despliegue de virtudes vocales y el arrojo sin coto en la dimensión física resignifican los textos y el viaje narrativo que dirige Moro. Victoria Moréteau transita los pasos y la vida de Storni poniendo en el cuerpo lo que la poetisa vivió en carne y en literatura. Si la obra es poesía en movimiento, asistimos, testigos, a esa vida convertida en acto irreductible. El espectador es atravesado por la inmaterial imposibilidad de blablabla...

....blablabla. Qué sentido tiene si la belleza golpea antes, durante y después como un escopetazo de puños certeros al pecho.
Sin ropajes, limpia y desnuda.

Que se nos desgañiten los ojos y los oídos. Esto es un arresto al corazón. Una abducción a oscuras, una horadación intensa de la tapia medianera con el alma.

Y olvidamos que esto es "decir Alfonsina".
Olvidamos que hay una actriz. Olvidamos que hay páginas -y páginas- A4 u Oficio, Arial o Times New Roman, cuerpo 10 o 12, de texto.
Se deshacen las notas de periódico, las gacetillas, los premios. Se deshacen las entrevistas, un señor de cabello corto que recibe al público, un teléfono para reservas, una dirección, carteles en la calle, cientos de volantes, perfiles de facebook.

Se deshacen Mariano y Victoria.

En un ínfimo espacio, se anima un haz de luz blanca. Las partículas bullen, maravilladas, unos segundos... y olvidamos que eso es una actriz. Olvidamos su nombre. Sus ojos se han desleído, sus manos no son sus manos, la piel no existe.
La entendemos infinita, narradora y cuento, arco y cuerda, garganta y sonido, cielo y tierra. Azar claroscuro sin linde.
Olvidamos que eso es una actriz.

Pero hay algo. Algo que dura su hora en el escenario y luego no es más oído. Un desesperante trayecto. Uno es tomado. El público muere con ello. El público muere con ella.

*

Salimos.
Vemos a Victoria. Vemos el texto, imaginamos apuntes, volúmenes apilados, vemos a Mariano. No entendemos nada. Están y no están. Estamos y no estamos.
Titubeamos. Los pies balbucean. La torpeza sale de nuestra boca. No se puede.

Todo queda atrás, en el espacio oscuro. El alma desnuda en esos versos.

Volvemos a nuestras casas. Llueve. No oímos nada. Sólo tenemos, como una joya que fuimos, incrustaciones de recuerdos, de memorias de niña y de muerta. Imagen de cazadores, de sapos en desguace, de ojos azules, de madres, de desangramientos, de procacidad.

Acto irreductible por decisión propia, Alfonsina impone traición crítica al crítico crítico. Al cítrico crítico. Y conmina a callar al espectador alucinado. Se besa a los actores, se intentan incoherencias, se tambalea el cuerpo hacia la puerta y la noche, se hunde el yo arriba, hacia las calles, y se revuelve el cuerpo, la carne, la angustia silente en qué hacer con todo eso.

*

Alfonsina y los Hombres, de Mariano Moro. Con Victoria Moréteau.
Pieza para mar, actriz, bailarina, cantante, niño, durazno, lápiz, director, bruma
y muerte.





*




Braid II



Un tratado sobre el delirio

Como el amor engendrado en la fantasía solitaria, pensar que en la meta se esconde algo, acaso algo que le dé status de ''meta'', es una idealización tal como la del paranoide, del obsesivo que no va (o ve) más allá. De quien se queda con la idea fija, encerrado, maquinando.
Leyendo y creyendo en un libro que uno mismo escribió, fabulando, y olvidó haber escrito.

No juego una carrera / esto es más parecido a pasear.

Tim es el protagonista porque los dos son caras del jugador (de uno, que ha pulsado las teclas); dos caras que siempre han estado en frente nuestro pero no hemos entendido (sino hasta el final, el epílogo, ese terrible punto 1 que es inicio) que eran erradas, divergentes, pero la misma.
Jugadores, hemos caído en la trampa de jugar el juego. Como el fantasma, la meta es ilusoria. La historia es el viaje, no hay ningún apuro por llegar.
Pero lo hubo.


... Princess Who?

Una recurrencia del tiempo

Si el tópico del manejo temporal llamó la atención (desde la primera vez que caímos a un pozo), no es gratuito. 
El jugador se ha destrozado insistentemente los nervios para dar con la clave secreta, el código invertido de los pasos de la aguja que gobiernan su vida mundana para comprender que de la tela que se le ha tendido desde que nació, hoy ese juego viene a transformar en dos telas. O tres. De hilos con eco. Hilos con dos sentidos. Hebras reversibles. Hebras de fases anárquicas. Tramas de albedrío, de inconstancia. O tejidos cuya densidad hacemos variar. 

No de otro modo el tiempo se hace espacio. 


Un tratado para destruirnos 

El juego ha comprobado que nuestro afán por jugarlo fue ciego, o vano, o tonto, como el afán de Tim por conseguir a quien nunca tuvo. 
No rescatamos a nadie. 
Éramos el suplicio de la princesa. 
No fue un encuentro. Fue una huida. 
Nosotros somos el monstruo en la historia. 

Y las horas desperdiciadas junto al teclado fueron el tiempo que tomó aprender el lugar que se ocupaba. Hubo que desandar el camino. Nunca el protagonista, al fin y al cabo, fue hacia adelante, terminamos comprendiendo. 
Nos arrojamos hacia los acertijos, para unir las piezas, para dar con las llaves de todas las puertas, para desanudar la madeja trenzada. Por el tiempo, por nosotros (el jugador, el eterno jugador) y la confusión del tiempo. Y llegar, por fin, al comienzo. 
1.  


Run, rabbit, run. 

Braid pone en juego una historia que apela, para contarse, a la experiencia del usuario/lector/jugador. Si en la experimentación de la literatura el cuerpo se pone a prueba por el tenso agotamiento de la quietud, acá el físico y el ejercicio de la resolución de problemas son el instrumento y el escenario. Es, finalmente, la misma habilidad desarrollada para desatar los nudos de tiempo y lógica múltiple la que une a Tim, protagonista de la narración intercalada, con el jugador, actante y autor intelectual de la carrera acabada. El esfuerzo se recompensa no con la llegada a la meta sino con la revelación, contraviniendo la matemática clásica del videojuego: la habilidad que se desarrolla jugándolo fue la herramienta pérfida que hizo del amante, un villano; de un rescate, un asedio. El desasosiego y agotamiento de Tim es el mismo que el jugador experimenta cuando no hay espacio de llegada, sino un detenimiento, un no-tiempo en un espacio-entre. Cielos vacíos y libros no escritos. La lógica se ha trastocado, ya no hay más juego y sólo quedan puertas inalcanzables colgadas en las nubes. 




Slowly we unfurl...





*



En esta edición:
"En estado de Fuerza Bruta"
“Braid, de Jonathan Blow. Una trenza de obsesión, fábula y tiempo. Parte I
“Desesperación, silencio y marea. Alfonsina y los Hombres, de Mariano Moro y Victoria Moréteau
“Braid, de Jonathan Blow. Una trenza de obsesión, fábula y tiempo. Parte II

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