viernes, 16 de agosto de 2013

Publicación Semestral. ISSN N° 1853-6867. Año 3. Número 6. Agosto 2013.


Relato indefendible de un encuentro
Entrevista a Edgardo Cozarinsky

Llego a Santé, en Peña y Azcuénaga, veintiún minutos tarde.
Habíamos pautado por mail el encuentro.

El lugar: mi "oficina", el bar Santé en la esquina de Peña y Azcuénaga.

Busqué por internet la ubicación del lugar. Recoleta. Tracé cursos de subte y retuve ciertas calles en la memoria para no perderme. No vivo en Buenos Aires.

Estoy volviendo a BsAs en estos días después de filmar unos apuntes en Entre Ríos. Si viene algún fin de semana, sería ideal vernos ya de mañana o a principios de la tarde de un sábado. Hasta retomar mi rutina (o falta de rutina) porteña no veo bien cuáles serían las mejores fechas. Cuénteme las suyas y nos ponemos de acuerdo.

Habíamos intercambiado correos electrónicos casi todos los días durante la semana previa para coordinar. El día antes, el viernes que viajé, no abrí la casilla. Tres horas antes de las 17 del sábado acordadas, chequeé, sólo para constatar que no se cancelaba el encuentro. Por el contrario, una obligación lo forzaba a adelantarlo una hora. Respondí el mensaje explicando mi situación, con una posdata que alzaba plegaria para que Buenos Aires no me hiciera llegar tarde. Crucé la ciudad corriendo contra el tiempo, en medio del caos del éxodo sabático, sin poder abandonar la mochila llena de ropa transpirada de un recital de la noche anterior, llena de sus libros, llena de regalos de mi madre para una prima, de Balvanera a Núñez, de Núñez a Palermo, de Palermo a Recoleta.

Me vas a ver enseguida. Tengo mesa estable.
Y el lugar no es grande.

Rogaba no llegar tarde. El desencuentro y la deshora hubiera sido esperable para Cortázar o para Samuel Beckett. Pero esos dos están muertos y a mí me esperaba, haría entonces veintiún minutos, Edgardo Cozarinsky. Habría sido posible una cordial puntualidad y un diálogo repleto de referencias a la historia europea, o una ausencia fulminante y un completo desvanecimiento, como si mi persona hubiera sido un espejismo o una proyección de su mente. Podía llegar ebrio, llorando, repleto de barro, desnudo, acompañado, con un vestido rosa, oliendo a whisky y perfume de mujer, con una valija, en taxi, corriendo o con rimmel corrido por la cara. No tarde.

Me entero de que desea filmar y grabar nuestra charla. No es algo que había previsto. [...] Tenía entendido que nuestro encuentro sería una reunión amistosa, en que charlaríamos de los temas que a usted le interesan para su trabajo. Que tomaría notas si en algún momento yo pudiese decir algo útil para usted. No le oculto que la idea de ser filmado y grabado me paraliza. Lo suyo, al ser un trabajo de otro nivel, merece de mí algo menos estereotipado. Por favor, reconsidere la posibilidad de una conversación amistosa, libre, durante la cual podrá tomar notas sin la presencia intimidante de la cámara o el grabador.

Tuve miedo, al abrir su anteúltimo mensaje, de que la cuestión de grabar la charla hubiera caído como un barril de agua servida en una sobremesa a la luz de las velas. Lejos de cualquier incomodidad, el encuentro difícilmente hubiera tenido el carácter ameno que tuvo de haber mediado la cámara. Ni hubiera comenzado el diálogo con:
"¿Te parece demasiado temprano para algo más fuerte? -señalando la taza abandonada y minúscula de un ristretto minúsculo. Cozarinsky enumera con los dedos mientras yo río concediendo sorprendido-. Vodka, whisky, o... tengo una botella de vino abierta de anoche."
Sí, Santé era su oficina.

Cuando entro, se para al verme. Me reconoce, no sé cómo. Nos damos la mano. "Tuteame por favor" dice luego de dos minutos y un par de pronombres. Trato de no romper nada (como cierres, lapiceras o una silla) mientras saco la libreta y acomodo la excesiva mochila que cargo por no haber podido dar con el lugar en que voy a dormir esa noche.


Tiene un teléfono de última generación que mira cada tanto. Me disculpo por la demora mientras me siento y aclaramos el desencuentro con los mails. Pregunta si llego recién de Mar del Plata y menciono que no pude leer más que hacía dos horas el adelanto. Me dice que entra a su casilla regularmente, que estaba enterado de mi posible atraso, señalando el teléfono. Me despreocupa con dos palabras y un gesto ameno, mientras comentamos, homenajeando a Roman Jackobson, el tráfico y los embotellamientos, dándome, amable, también tiempo para bajar las pulsaciones y desembarazarme de mi equipaje.

Vino, entonces, elijo, ya con aliento recobrado.
"Martín, yo tengo una botella de vino guardada. Traeme una copa de ése y a mi amigo..."
"¿Tinto o blanco?"
"Tinto"
"¿Bonarda o merlot?"
"Merlot"

*

Había estado buscando a Cozarinsky, el hombre que ríe y habla chispeante ahora frente a mí, por varios meses. Consulté bases de datos online, escritores, periodistas que consultaron a otros escritores. Busqué en redes sociales. Llegué a la tonta obviedad de googlear "Edgardo Cozarinsky mail". Hablé con docentes e investigadores que trabajaban temas y autores asociados. Nada. Abandoné la búsqueda por un tiempo.
A través de Joaquín Correa me llegó la nota de Daniel Link sobre la aparición de Dinero para Fantasmas. Salñí hacia la librería más cercana: una especie de supermercado, con empleados de supermercado, góndolas de supermercado, manejo de supermercado. Incluso tiene una tarjeta que suma puntos con las compras para canjear por productos.  Dice "libros" en la puerta. Como pudiera decir "papas" o "cortes de cerdo".
"Hola, ¿tenés lo nuevo de Edgardo Cozarinsky?", pregunté a un repositor externo.
"Mmm... no".
"Bueno, gracias", dije mientras se retiraba el repositor externo y observaba que en el espacio que ocupaba su desinformado cuerpo uniformado, a veinte centímetros de su espalda, desde una mesa, me extendía su abrazo la portada de Dinero para Fantasmas.
Llegué a mi casa, leí. Andrés Oribe, el protagonista... "un cineasta, un raro, con una carrera zigzagueante entre la Argentina y Europa, con algunos títulos de culto, inhallables. [...] escribía novelas y ensayos que publicaba regularmente... desde hacía varios meses que los amigos jóvenes que lo habían buscado, porque a pesar de su edad a Oribe le gustaba rodearse de jóvenes, no lo habían encontrado. Su número de teléfono, informaba un mensaje grabado , 'no correspondía a un abonado. Su dirección de correo electrónico había sido cancelada".
Levanté la vista, reí. En algún punto, me sentía inmerso en un mundo de procedimientos de falsificación. Sólo un año de conocerlo y ya me había transformado, especular, distorsionadamente, en un personaje del universo del hombre que ríe y habla chispeante ahora frente a mí.

*

Poco a poco miro el bar. Mozos pulcros, más chic que lo que conozco como chic. Camareras de piel blanca, como papel. Labios dibujados con pluma. Caras femeninas de Francia y Rusia; caras masculinas de Inglaterra y Argentina. La ropa que usan no se vende en ningún lado. Santé: paredes blancas, revestidas en madera, con ventanales a las dos calles de la esquina. Alguien descuelga con cuidado cuadros blancos como las paredes del bar, expuestos con inapelable buen gusto. Una pizarra con tiza anuncia las uvas y precios de los vinos por copa.

*
Hablamos. Hablamos y caigo en el riesgo, me doy cuenta, de dejarme llevar por sus palabras y enmudecer definitivamente. El merlot es excelente y no tengo dudas de que yo también tendría mi oficina en ese bar, sólo por la copa de vino que degusto. Trato de seguir el esquema que tracé en la libreta y en la cabeza de los temas que trabajo.

*
Se aproxima uno de los mozos de edad indescifrable con dos platos. "Pero cuánto mimo" dice Cozarinsky. Sendos triángulos de pan negro semi tostado, tibio, con una feta gruesa de un queso de textura similar al mozzarella pero cuya intensidad de sabor recuerda al queso de cabra; sobre eso, dos rodajas del tomate más gustoso que probé en largo tiempo, rociado con un hilo de aceite de oliva que no tapa el fruto ni la perfecta combinación entre una pizca de tomillo e ínfimo orégano.
Miro a Edgardo, al otro lado de la mesa. Afable, sonriente; calmo e inquieto. "Ninguna solapa de libro promete lo que después se cumple", pienso sumergido en la conversación. Recuerdo el total respeto de mis primeras misivas; los intentos de encontrarlo en direcciones de correo electrónico ya canceladas. Podría jugar a dar acaso con esa otra figura autoral de Cozarinsky: la de entrevistas y reseñas, pero también la intermediada por los fracasos de la búsqueda. Mensajes enviados a nadie, rastreos infructuosos por redes sociales, comentarios de profesores de la facultad, cruces de e-mails a direcciones caducas que llevaron a nada.

*

Calmo e inquieto, atiende el reloj. De algún modo, ha pasado casi una hora y media desde que llegué.
Por el Bafici, explica, tiene una cita con alguien que estará pocos días en el país y debe irse. Toma mi dirección postal para enviar dos films por correo. Se levanta.

"Martín, todo esto lo anotamos en mi cuenta, ¿no?"
"Así parece"
Cozarinsky se predispone a irse, ligeramente apurado.
Un poco perplejo, me levanto. No son las cinco y media y el copón vacío de merlot -merlot incomparable- se confunde con los nervios que se reeditan en el saludo.
"Esto es una emboscada, no me deja invitarlo" -digo, torpe, olvidando que hacía una hora me pidió por favor que lo tutee.
Esonríe.
Habla con una pintora que descuelga los cuadros expuestos en el bar mientras yo ordeno el paquete de cosas que llevo encima.
Nos encaminamos hacia la puerta. Reitero mis gracias.
Nos saludamos en la vereda.
Caminamos en direcciones opuestas y nos perdemos pocos metros más allá de la esquina.
*

Diez días después, llegará el sobre a mi domicilio con dos discos, firmados por él mismo. El remitente dirá "E. Cozarinsky. C/O Santé Bar".


*

13 de Abril de 2013.

martes, 26 de marzo de 2013

Publicación Semestral. ISSN N° 1853-6867. Año 3. Número 5. Enero 2013.

A. Fuerza. Bruta.



Una puerta es una puerta.

Late en el pecho. Suspende la lengua. No hay más que voces inarticuladas, totalmente comprensibles. Y seis gritos de papel que hacen una llamarada de agua.
No hay que entender. Gracias. No hay que entender.
Pero la filosofía oriental y el último disco de Pedro Aznar han cansado, y sobra decir lo interesante que es cuando ser pierde su esencia copulativa, cuando no se busca complacer más que al cuerpo y al cuero.
Entonces, esternones doloridos, camisas que no se enfriaron hasta el amanecer del lunes, pies que no recordaban semejantes saltos, bocas cansadas de tanta boca abierta.
Las únicas palabras que escuché fueron un enardecido "BASTA, estamos acá, ESTAMOS ACÁ" de un actor a un tipo que se empeñaba a filmar un número a medio metro de su nariz -mientras el primero le estrujaba el teléfono que minutos después se empaparía con agua y música (si se atrevió a bailar)-.
Hay que ir, a, ante, bajo, con, desde, hacia/hasta, para, por, según, so, sobre, tras fuerza bruta.


en estado de...
Pero no hay que ir a Fuerza Bruta. Es atroz que nos excite un sobresalto en la rutina donde sonrisa y físico amanecen como últimos acampantes olvidados de un viaje en que el cerebro picó en punta. ¿Dónde estamos? ¿Por qué no acá?
¿Qué-estamos-haciendo-mal?
¿Por qué no acá siempre?
"Borrada la idea de espectáculo y de historia, accedemos al plano de la experiencia. Usted es parte. Déjese llevar. Sea."
Debemos dejar de complacernos con la pausa burguesa como ventana a lo que no somos. El circo de saltimbanquis pasa por el camino y corremos a verlo. No. Cortar el cable de acero a la huerta, huir por los montes, nadar para siempre.
¡Cómo llevar eso todos los días! A la vereda. A los martes. A la ropa que visto, a los comprobantes de pagos no realizados, a la dirección general impositiva.
Qué.



La sorpresa no es un efecto, es un estado constante.

Pero entonces, no ser la piedra del camino, ni el mantel del café del pueblo, ni los transeúntes pro et contra, ni ser el caminante: ser la soga atada a la espalda, ser el papel volando de la pared de ladrillos, ser, finalmente, agua.
Sea uno, en conclusión, con eso arrastrado de la punta de los pies, tirado de los dedos y del pupo. Luz al sesgo, torbellino de un solo flujo y cinco extremidades.
Asistir, como un disparo, un rayo fulminante de viento, tres racimos de calma. Una honda y final lluvia. Para siempre.
Ser espacio, línea. Ámbito y tensión. Cuatro ondinas sobre nuestras cabezas, un impulso eléctrico atravesado por láminas de papel satén, trece burbujas opacas de vapor en masa, palma de una mano en contacto candido y primero con un cuerpo. Excitación, exaltación, a plena fuerza bruta.




*

Braid. I.

Time, Mr. Freeman?


Mientras muchos juegos hacen alusión a la tela discursiva que los comprende, rompiéndola y cuestionando el pacto en que se basa el vértigo de ir hacia adelante y hacia la meta, Braid extrema la burla, tensando hasta la paciencia.

(Half Life 2 es uno de mis favoritos en este sentido: se sabe que Freeman es un personaje que "aparece", y si el jugador se sumerge en su vértigo, cada tanto hay signos disruptivos que, en el rabillo del ojo, recuerdan que estamos en una realidad que puede engañarnos; luego de correr todos los caminos según todas las flechas, el Hombre del Traje, en sólo diez segundos, ríe de la seriedad con que se intentó y triunfó, saludando hasta el próximo evento).


¡Belleza, nene! ¡Belleza!

Un tratado sobre la ansiedad.

No podemos jugar Braid disparando. No disparamos, sólo podemos saltar. El desconocedor se aventura y quizás pasa una o dos pantallas. Pero al poco tiempo pierde. ¿Y? "Cómo, ¿no perdí?". No se pierde. En Braid, perder es solamente una opción más, un camino que, quizás solo en esa ocasión, no funcionó. Cada intento puede ser enmendado con una simple tecla, que nos sitúa en, según elijamos, algún punto anterior del recorrido.

¿Anticiparíamos entonces que no habrá victoria posible?


Un experimento en torno a la calma.

Intentamos. Somos heridos por una bola de fuego. Volvemos el tiempo atrás. Intentamos nuevamente. Somos heridos por la misma bola de fuego, sólo que esta vez, eso sucede cuatro segundos antes. Retrocedemos nuevamente el tiempo. Ahora no nos prendemos fuego, pero tres, cuatro, cinco veces el mismo bicharraco se pone en nuestro camino hacia la escalera. Hay que intentar por otro lado.

Pantalla tras pantalla, Tim y nosotros jugamos con el tiempo. Invertimos, pausamos, ralentamos; lo atamos a nuestros pies, lo vemos avanzar y retroceder a nuestro arbitrio. Y el juego se abre, en la medida en que vamos entrando en su fase, como las pequeñas puertas que nos adentran en la tierra hacia la princesa.


Un tratado sobre la obsesión.

Tim -el sujeto de los enunciados del libro que leemos en sus intervalos- y el protagonista.
Confundimos al protagonista con Tim.
Ellos no son la misma persona nunca. Sólo lo son en tanto es el jugador quien ha manejado al minúsculo joven a lo largo del juego, y es el jugador, también, quién ha caído bajo el embrujo equívoco de una ilusión gestaltiana. Como los rompecabezas. Como Tim.


Un tratado sobre la fábula.

Tim ha inventado entonces toda una historia que nunca fue. Los malos entendidos -esos puentes perversos- se alimentaron sólo de la zanahoria que él ponía frente a sí. Disfrazado de cuento de hadas, la lucha heroica no fue más que un engaño de la imaginación que creyó prueba caballeresca la negación. No hay histeria cortesana, no hay dragones ni laberintos de hiedra. Fuimos engañados, con Tim, por la ilusión autoimpuesta de que al final del arcoiris estaba la mujer amada, y que ésta nos amaba a su vez. No hubo siquiera arcoiris, y todos saben que los arcoiris no terminan en ninguna parte.

Nosotros, con Tim, hemos exprimido nuestro cerebro hasta dar con la lógica mágica de cada instancia. Quizás también como Tim, desatendimos leer las páginas que lentas se ofrecían, como contrapunto a la avidez con que recorríamos los niveles. Mas todos volvemos a leer las páginas desde el inicio una vez que llegamos al fin, una vez que entendimos todo. No por nada empezamos en el nivel 2, y, recorriendo 3, 4, 5 y 6, terminamos en el 1, origen y sentido.




... Princess Who?

*


Desesperación, silencio y marea, de Mariano Moro y Victoria Moréteau.
Alfonsina y los hombres.




Estado de fascinación

Todo el tiempo la gente sale. Come, caga, baila. Boliches, bares, recitales, escucha música, se toca, se observa. Raramente se pone de acuerdo y va a la cama. La mayoría se desconoce, se ignora. Prefiere que sus intentos queden en la nada antes que dar la imagen a torcer. Mariano Moro sale, como todos, y en un remolino de la materia, choca con Victoria Moréteau.

Otra gente -tal vez, la misma- veranea en Mar del Plata. Pasa por la playa de los ingleses -¿cuál?- y en el espigón de los pescadores se clava unas rabas sondeando el Atlántico. Mariano Moro, que acaso también pide las rabas, escribe, también, Alfonsina.

*

Y es fácil cuando son malas. O cuando son más o menos buenas. O cuando hay mucho para descifrar y la gente sale con los ojos chiquitos como si tuviera que inteligir una carta de amor encriptada en clave de dodecafonía alegórica.

Así que el problema viene siendo Alfonsina. Alfonsina.
Sinteticemos:
1, qué decir que no sea una paráfrasis burda de la misma Alfonsina Storni, que está hasta los huesos en esta obra y esta obra en ella.
2, cómo poner en palabras algo siquiera que no sea un remedo de saldo de una copia barata de la geografía que dibujó Mariano Moro (de aquí en más, Mariano).
3, para qué tipear siquiera si Victoria Moréteau (hereinafter, Victoria) se olvida de ser Victoria y se alza y cae y pega con la masa de la maza de lo bello sin afeite o adjetivo. La contundencia bruta, dura, de lo que no puede ser de otro modo.

Podemos ir y volver de la cocina, ir al living, ir al escritorio, ir al balcón, ir al baño. Dejar que se masere, maridando mareado el pensamiento y el músculo estético (que... ¿dónde está?) y llegar a decir que

el despliegue de virtudes vocales y el arrojo sin coto en la dimensión física resignifican los textos y el viaje narrativo que dirige Moro. Victoria Moréteau transita los pasos y la vida de Storni poniendo en el cuerpo lo que la poetisa vivió en carne y en literatura. Si la obra es poesía en movimiento, asistimos, testigos, a esa vida convertida en acto irreductible. El espectador es atravesado por la inmaterial imposibilidad de blablabla...

....blablabla. Qué sentido tiene si la belleza golpea antes, durante y después como un escopetazo de puños certeros al pecho.
Sin ropajes, limpia y desnuda.

Que se nos desgañiten los ojos y los oídos. Esto es un arresto al corazón. Una abducción a oscuras, una horadación intensa de la tapia medianera con el alma.

Y olvidamos que esto es "decir Alfonsina".
Olvidamos que hay una actriz. Olvidamos que hay páginas -y páginas- A4 u Oficio, Arial o Times New Roman, cuerpo 10 o 12, de texto.
Se deshacen las notas de periódico, las gacetillas, los premios. Se deshacen las entrevistas, un señor de cabello corto que recibe al público, un teléfono para reservas, una dirección, carteles en la calle, cientos de volantes, perfiles de facebook.

Se deshacen Mariano y Victoria.

En un ínfimo espacio, se anima un haz de luz blanca. Las partículas bullen, maravilladas, unos segundos... y olvidamos que eso es una actriz. Olvidamos su nombre. Sus ojos se han desleído, sus manos no son sus manos, la piel no existe.
La entendemos infinita, narradora y cuento, arco y cuerda, garganta y sonido, cielo y tierra. Azar claroscuro sin linde.
Olvidamos que eso es una actriz.

Pero hay algo. Algo que dura su hora en el escenario y luego no es más oído. Un desesperante trayecto. Uno es tomado. El público muere con ello. El público muere con ella.

*

Salimos.
Vemos a Victoria. Vemos el texto, imaginamos apuntes, volúmenes apilados, vemos a Mariano. No entendemos nada. Están y no están. Estamos y no estamos.
Titubeamos. Los pies balbucean. La torpeza sale de nuestra boca. No se puede.

Todo queda atrás, en el espacio oscuro. El alma desnuda en esos versos.

Volvemos a nuestras casas. Llueve. No oímos nada. Sólo tenemos, como una joya que fuimos, incrustaciones de recuerdos, de memorias de niña y de muerta. Imagen de cazadores, de sapos en desguace, de ojos azules, de madres, de desangramientos, de procacidad.

Acto irreductible por decisión propia, Alfonsina impone traición crítica al crítico crítico. Al cítrico crítico. Y conmina a callar al espectador alucinado. Se besa a los actores, se intentan incoherencias, se tambalea el cuerpo hacia la puerta y la noche, se hunde el yo arriba, hacia las calles, y se revuelve el cuerpo, la carne, la angustia silente en qué hacer con todo eso.

*

Alfonsina y los Hombres, de Mariano Moro. Con Victoria Moréteau.
Pieza para mar, actriz, bailarina, cantante, niño, durazno, lápiz, director, bruma
y muerte.





*




Braid II



Un tratado sobre el delirio

Como el amor engendrado en la fantasía solitaria, pensar que en la meta se esconde algo, acaso algo que le dé status de ''meta'', es una idealización tal como la del paranoide, del obsesivo que no va (o ve) más allá. De quien se queda con la idea fija, encerrado, maquinando.
Leyendo y creyendo en un libro que uno mismo escribió, fabulando, y olvidó haber escrito.

No juego una carrera / esto es más parecido a pasear.

Tim es el protagonista porque los dos son caras del jugador (de uno, que ha pulsado las teclas); dos caras que siempre han estado en frente nuestro pero no hemos entendido (sino hasta el final, el epílogo, ese terrible punto 1 que es inicio) que eran erradas, divergentes, pero la misma.
Jugadores, hemos caído en la trampa de jugar el juego. Como el fantasma, la meta es ilusoria. La historia es el viaje, no hay ningún apuro por llegar.
Pero lo hubo.


... Princess Who?

Una recurrencia del tiempo

Si el tópico del manejo temporal llamó la atención (desde la primera vez que caímos a un pozo), no es gratuito. 
El jugador se ha destrozado insistentemente los nervios para dar con la clave secreta, el código invertido de los pasos de la aguja que gobiernan su vida mundana para comprender que de la tela que se le ha tendido desde que nació, hoy ese juego viene a transformar en dos telas. O tres. De hilos con eco. Hilos con dos sentidos. Hebras reversibles. Hebras de fases anárquicas. Tramas de albedrío, de inconstancia. O tejidos cuya densidad hacemos variar. 

No de otro modo el tiempo se hace espacio. 


Un tratado para destruirnos 

El juego ha comprobado que nuestro afán por jugarlo fue ciego, o vano, o tonto, como el afán de Tim por conseguir a quien nunca tuvo. 
No rescatamos a nadie. 
Éramos el suplicio de la princesa. 
No fue un encuentro. Fue una huida. 
Nosotros somos el monstruo en la historia. 

Y las horas desperdiciadas junto al teclado fueron el tiempo que tomó aprender el lugar que se ocupaba. Hubo que desandar el camino. Nunca el protagonista, al fin y al cabo, fue hacia adelante, terminamos comprendiendo. 
Nos arrojamos hacia los acertijos, para unir las piezas, para dar con las llaves de todas las puertas, para desanudar la madeja trenzada. Por el tiempo, por nosotros (el jugador, el eterno jugador) y la confusión del tiempo. Y llegar, por fin, al comienzo. 
1.  


Run, rabbit, run. 

Braid pone en juego una historia que apela, para contarse, a la experiencia del usuario/lector/jugador. Si en la experimentación de la literatura el cuerpo se pone a prueba por el tenso agotamiento de la quietud, acá el físico y el ejercicio de la resolución de problemas son el instrumento y el escenario. Es, finalmente, la misma habilidad desarrollada para desatar los nudos de tiempo y lógica múltiple la que une a Tim, protagonista de la narración intercalada, con el jugador, actante y autor intelectual de la carrera acabada. El esfuerzo se recompensa no con la llegada a la meta sino con la revelación, contraviniendo la matemática clásica del videojuego: la habilidad que se desarrolla jugándolo fue la herramienta pérfida que hizo del amante, un villano; de un rescate, un asedio. El desasosiego y agotamiento de Tim es el mismo que el jugador experimenta cuando no hay espacio de llegada, sino un detenimiento, un no-tiempo en un espacio-entre. Cielos vacíos y libros no escritos. La lógica se ha trastocado, ya no hay más juego y sólo quedan puertas inalcanzables colgadas en las nubes. 




Slowly we unfurl...





*



En esta edición:
"En estado de Fuerza Bruta"
“Braid, de Jonathan Blow. Una trenza de obsesión, fábula y tiempo. Parte I
“Desesperación, silencio y marea. Alfonsina y los Hombres, de Mariano Moro y Victoria Moréteau
“Braid, de Jonathan Blow. Una trenza de obsesión, fábula y tiempo. Parte II