Relato indefendible de un encuentro
Entrevista a Edgardo Cozarinsky
Llego
a Santé, en Peña y Azcuénaga, veintiún minutos tarde.
Habíamos
pautado por mail el encuentro.
El
lugar: mi "oficina", el bar Santé en la esquina de Peña y Azcuénaga.
Busqué
por internet la ubicación del lugar. Recoleta. Tracé cursos de subte y retuve
ciertas calles en la memoria para no perderme. No vivo en Buenos Aires.
Estoy volviendo a BsAs en estos
días después de filmar unos apuntes en Entre Ríos. Si viene algún fin de
semana, sería ideal vernos ya de mañana o a principios de la tarde de un
sábado. Hasta retomar mi rutina (o falta de rutina) porteña no veo bien cuáles
serían las mejores fechas. Cuénteme las suyas y nos ponemos de acuerdo.
Habíamos
intercambiado correos electrónicos casi todos los días durante la semana previa
para coordinar. El día antes, el viernes que viajé, no abrí la casilla. Tres
horas antes de las 17 del sábado acordadas, chequeé, sólo para constatar que no
se cancelaba el encuentro. Por el contrario, una obligación lo forzaba a
adelantarlo una hora. Respondí el mensaje explicando mi situación, con una
posdata que alzaba plegaria para que Buenos Aires no me hiciera llegar tarde.
Crucé la ciudad corriendo contra el tiempo, en medio del caos del éxodo
sabático, sin poder abandonar la mochila llena de ropa transpirada de un
recital de la noche anterior, llena de sus libros, llena de regalos de mi madre
para una prima, de Balvanera a Núñez, de Núñez a Palermo, de Palermo a
Recoleta.
Me vas a ver enseguida. Tengo mesa
estable.
Y el lugar no es grande.
Rogaba
no llegar tarde. El desencuentro y la deshora hubiera sido esperable para
Cortázar o para Samuel Beckett. Pero esos dos están muertos y a mí me esperaba,
haría entonces veintiún minutos, Edgardo Cozarinsky. Habría sido posible una
cordial puntualidad y un diálogo repleto de referencias a la historia europea,
o una ausencia fulminante y un completo desvanecimiento, como si mi persona
hubiera sido un espejismo o una proyección de su mente. Podía llegar ebrio,
llorando, repleto de barro, desnudo, acompañado, con un vestido rosa, oliendo a
whisky y perfume de mujer, con una valija, en taxi, corriendo o con rimmel
corrido por la cara. No tarde.
Me entero de que
desea filmar y grabar nuestra charla. No es algo que había previsto. [...]
Tenía entendido que nuestro encuentro sería una reunión amistosa, en que
charlaríamos de los temas que a usted le interesan para su trabajo. Que tomaría
notas si en algún momento yo pudiese decir algo útil para usted. No le oculto
que la idea de ser filmado y grabado me paraliza. Lo suyo, al ser un trabajo de
otro nivel, merece de mí algo menos estereotipado. Por favor, reconsidere la
posibilidad de una conversación amistosa, libre, durante la cual podrá tomar
notas sin la presencia intimidante de la cámara o el grabador.
Tuve
miedo, al abrir su anteúltimo mensaje, de que la cuestión de grabar la charla
hubiera caído como un barril de agua servida en una sobremesa a la luz de las
velas. Lejos de cualquier incomodidad, el encuentro difícilmente hubiera tenido
el carácter ameno que tuvo de haber mediado la cámara. Ni hubiera comenzado el
diálogo con:
"¿Te
parece demasiado temprano para algo más fuerte? -señalando la taza abandonada y
minúscula de un ristretto minúsculo. Cozarinsky enumera con los dedos mientras
yo río concediendo sorprendido-. Vodka, whisky, o... tengo una botella de vino
abierta de anoche."
Sí,
Santé era su oficina.
Cuando
entro, se para al verme. Me reconoce, no sé cómo. Nos damos la mano.
"Tuteame por favor" dice luego de dos minutos y un par de pronombres.
Trato de no romper nada (como cierres, lapiceras o una silla) mientras saco la
libreta y acomodo la excesiva mochila que cargo por no haber podido dar con el
lugar en que voy a dormir esa noche.
Tiene
un teléfono de última generación que mira cada tanto. Me disculpo por la demora
mientras me siento y aclaramos el desencuentro con los mails. Pregunta si llego
recién de Mar del Plata y menciono que no pude leer más que hacía dos horas el
adelanto. Me dice que entra a su casilla regularmente, que estaba enterado de
mi posible atraso, señalando el teléfono. Me despreocupa con dos palabras y un
gesto ameno, mientras comentamos, homenajeando a Roman Jackobson, el tráfico y
los embotellamientos, dándome, amable, también tiempo para bajar las
pulsaciones y desembarazarme de mi equipaje.
Vino,
entonces, elijo, ya con aliento recobrado.
"Martín,
yo tengo una botella de vino guardada. Traeme una copa de ése y a mi
amigo..."
"¿Tinto
o blanco?"
"Tinto"
"¿Bonarda
o merlot?"
"Merlot"
*
Había
estado buscando a Cozarinsky, el hombre que ríe y habla chispeante ahora frente
a mí, por varios meses. Consulté bases de datos online, escritores, periodistas
que consultaron a otros escritores. Busqué en redes sociales. Llegué a la tonta
obviedad de googlear "Edgardo Cozarinsky mail". Hablé con docentes e
investigadores que trabajaban temas y autores asociados. Nada. Abandoné la
búsqueda por un tiempo.
A
través de Joaquín Correa me llegó la nota de Daniel Link sobre la aparición de Dinero
para Fantasmas. Salñí hacia la librería más cercana: una especie de
supermercado, con empleados de supermercado, góndolas de supermercado, manejo
de supermercado. Incluso tiene una tarjeta que suma puntos con las compras para
canjear por productos. Dice
"libros" en la puerta. Como pudiera decir "papas" o
"cortes de cerdo".
"Hola,
¿tenés lo nuevo de Edgardo Cozarinsky?", pregunté a un repositor externo.
"Mmm...
no".
"Bueno,
gracias", dije mientras se retiraba el repositor externo y observaba que
en el espacio que ocupaba su desinformado cuerpo uniformado, a veinte
centímetros de su espalda, desde una mesa, me extendía su abrazo la portada de Dinero
para Fantasmas.
Llegué
a mi casa, leí. Andrés Oribe, el protagonista... "un cineasta, un raro,
con una carrera zigzagueante entre la Argentina y Europa, con algunos títulos
de culto, inhallables. [...] escribía novelas y ensayos que publicaba
regularmente... desde hacía varios meses que los amigos jóvenes que lo habían
buscado, porque a pesar de su edad a Oribe le gustaba rodearse de jóvenes, no
lo habían encontrado. Su número de teléfono, informaba un mensaje grabado , 'no
correspondía a un abonado. Su dirección de correo electrónico había sido
cancelada".
Levanté
la vista, reí. En algún punto, me sentía inmerso en un mundo de procedimientos
de falsificación. Sólo un año de conocerlo y ya me había transformado,
especular, distorsionadamente, en un personaje del universo del hombre que ríe
y habla chispeante ahora frente a mí.
*
Poco
a poco miro el bar. Mozos pulcros, más chic que lo que conozco como chic.
Camareras de piel blanca, como papel. Labios dibujados con pluma. Caras
femeninas de Francia y Rusia; caras masculinas de Inglaterra y Argentina. La
ropa que usan no se vende en ningún lado. Santé: paredes blancas, revestidas en
madera, con ventanales a las dos calles de la esquina. Alguien descuelga con
cuidado cuadros blancos como las paredes del bar, expuestos con inapelable buen
gusto. Una pizarra con tiza anuncia las uvas y precios de los vinos por copa.
*
Hablamos.
Hablamos y caigo en el riesgo, me doy cuenta, de dejarme llevar por sus
palabras y enmudecer definitivamente. El merlot es excelente y no tengo dudas
de que yo también tendría mi oficina en ese bar, sólo por la copa de vino que
degusto. Trato de seguir el esquema que tracé en la libreta y en la cabeza de
los temas que trabajo.
*
Se
aproxima uno de los mozos de edad indescifrable con dos platos. "Pero
cuánto mimo" dice Cozarinsky. Sendos triángulos de pan negro semi tostado,
tibio, con una feta gruesa de un queso de textura similar al mozzarella pero
cuya intensidad de sabor recuerda al queso de cabra; sobre eso, dos rodajas del
tomate más gustoso que probé en largo tiempo, rociado con un hilo de aceite de
oliva que no tapa el fruto ni la perfecta combinación entre una pizca de
tomillo e ínfimo orégano.
Miro
a Edgardo, al otro lado de la mesa. Afable, sonriente; calmo e inquieto.
"Ninguna solapa de libro promete lo que después se cumple", pienso
sumergido en la conversación. Recuerdo el total respeto de mis primeras
misivas; los intentos de encontrarlo en direcciones de correo electrónico ya
canceladas. Podría jugar a dar acaso con esa otra figura autoral de Cozarinsky:
la de entrevistas y reseñas, pero también la intermediada por los fracasos de
la búsqueda. Mensajes enviados a nadie, rastreos infructuosos por redes
sociales, comentarios de profesores de la facultad, cruces de e-mails a
direcciones caducas que llevaron a nada.
*
Calmo
e inquieto, atiende el reloj. De algún modo, ha pasado casi una hora y media
desde que llegué.
Por
el Bafici, explica, tiene una cita con alguien que estará pocos días en el país
y debe irse. Toma mi dirección postal para enviar dos films por correo. Se
levanta.
"Martín,
todo esto lo anotamos en mi cuenta, ¿no?"
"Así
parece"
Cozarinsky
se predispone a irse, ligeramente apurado.
Un
poco perplejo, me levanto. No son las cinco y media y el copón vacío de merlot
-merlot incomparable- se confunde con los nervios que se reeditan en el saludo.
"Esto
es una emboscada, no me deja invitarlo" -digo, torpe, olvidando que hacía
una hora me pidió por favor que lo tutee.
Esonríe.
Habla
con una pintora que descuelga los cuadros expuestos en el bar mientras yo
ordeno el paquete de cosas que llevo encima.
Nos
encaminamos hacia la puerta. Reitero mis gracias.
Nos
saludamos en la vereda.
Caminamos
en direcciones opuestas y nos perdemos pocos metros más allá de la esquina.
*
Diez
días después, llegará el sobre a mi domicilio con dos discos, firmados por él mismo. El remitente
dirá "E. Cozarinsky. C/O Santé Bar".
*
13 de Abril de 2013.