viernes, 16 de agosto de 2013

Publicación Semestral. ISSN N° 1853-6867. Año 3. Número 6. Agosto 2013.


Relato indefendible de un encuentro
Entrevista a Edgardo Cozarinsky

Llego a Santé, en Peña y Azcuénaga, veintiún minutos tarde.
Habíamos pautado por mail el encuentro.

El lugar: mi "oficina", el bar Santé en la esquina de Peña y Azcuénaga.

Busqué por internet la ubicación del lugar. Recoleta. Tracé cursos de subte y retuve ciertas calles en la memoria para no perderme. No vivo en Buenos Aires.

Estoy volviendo a BsAs en estos días después de filmar unos apuntes en Entre Ríos. Si viene algún fin de semana, sería ideal vernos ya de mañana o a principios de la tarde de un sábado. Hasta retomar mi rutina (o falta de rutina) porteña no veo bien cuáles serían las mejores fechas. Cuénteme las suyas y nos ponemos de acuerdo.

Habíamos intercambiado correos electrónicos casi todos los días durante la semana previa para coordinar. El día antes, el viernes que viajé, no abrí la casilla. Tres horas antes de las 17 del sábado acordadas, chequeé, sólo para constatar que no se cancelaba el encuentro. Por el contrario, una obligación lo forzaba a adelantarlo una hora. Respondí el mensaje explicando mi situación, con una posdata que alzaba plegaria para que Buenos Aires no me hiciera llegar tarde. Crucé la ciudad corriendo contra el tiempo, en medio del caos del éxodo sabático, sin poder abandonar la mochila llena de ropa transpirada de un recital de la noche anterior, llena de sus libros, llena de regalos de mi madre para una prima, de Balvanera a Núñez, de Núñez a Palermo, de Palermo a Recoleta.

Me vas a ver enseguida. Tengo mesa estable.
Y el lugar no es grande.

Rogaba no llegar tarde. El desencuentro y la deshora hubiera sido esperable para Cortázar o para Samuel Beckett. Pero esos dos están muertos y a mí me esperaba, haría entonces veintiún minutos, Edgardo Cozarinsky. Habría sido posible una cordial puntualidad y un diálogo repleto de referencias a la historia europea, o una ausencia fulminante y un completo desvanecimiento, como si mi persona hubiera sido un espejismo o una proyección de su mente. Podía llegar ebrio, llorando, repleto de barro, desnudo, acompañado, con un vestido rosa, oliendo a whisky y perfume de mujer, con una valija, en taxi, corriendo o con rimmel corrido por la cara. No tarde.

Me entero de que desea filmar y grabar nuestra charla. No es algo que había previsto. [...] Tenía entendido que nuestro encuentro sería una reunión amistosa, en que charlaríamos de los temas que a usted le interesan para su trabajo. Que tomaría notas si en algún momento yo pudiese decir algo útil para usted. No le oculto que la idea de ser filmado y grabado me paraliza. Lo suyo, al ser un trabajo de otro nivel, merece de mí algo menos estereotipado. Por favor, reconsidere la posibilidad de una conversación amistosa, libre, durante la cual podrá tomar notas sin la presencia intimidante de la cámara o el grabador.

Tuve miedo, al abrir su anteúltimo mensaje, de que la cuestión de grabar la charla hubiera caído como un barril de agua servida en una sobremesa a la luz de las velas. Lejos de cualquier incomodidad, el encuentro difícilmente hubiera tenido el carácter ameno que tuvo de haber mediado la cámara. Ni hubiera comenzado el diálogo con:
"¿Te parece demasiado temprano para algo más fuerte? -señalando la taza abandonada y minúscula de un ristretto minúsculo. Cozarinsky enumera con los dedos mientras yo río concediendo sorprendido-. Vodka, whisky, o... tengo una botella de vino abierta de anoche."
Sí, Santé era su oficina.

Cuando entro, se para al verme. Me reconoce, no sé cómo. Nos damos la mano. "Tuteame por favor" dice luego de dos minutos y un par de pronombres. Trato de no romper nada (como cierres, lapiceras o una silla) mientras saco la libreta y acomodo la excesiva mochila que cargo por no haber podido dar con el lugar en que voy a dormir esa noche.


Tiene un teléfono de última generación que mira cada tanto. Me disculpo por la demora mientras me siento y aclaramos el desencuentro con los mails. Pregunta si llego recién de Mar del Plata y menciono que no pude leer más que hacía dos horas el adelanto. Me dice que entra a su casilla regularmente, que estaba enterado de mi posible atraso, señalando el teléfono. Me despreocupa con dos palabras y un gesto ameno, mientras comentamos, homenajeando a Roman Jackobson, el tráfico y los embotellamientos, dándome, amable, también tiempo para bajar las pulsaciones y desembarazarme de mi equipaje.

Vino, entonces, elijo, ya con aliento recobrado.
"Martín, yo tengo una botella de vino guardada. Traeme una copa de ése y a mi amigo..."
"¿Tinto o blanco?"
"Tinto"
"¿Bonarda o merlot?"
"Merlot"

*

Había estado buscando a Cozarinsky, el hombre que ríe y habla chispeante ahora frente a mí, por varios meses. Consulté bases de datos online, escritores, periodistas que consultaron a otros escritores. Busqué en redes sociales. Llegué a la tonta obviedad de googlear "Edgardo Cozarinsky mail". Hablé con docentes e investigadores que trabajaban temas y autores asociados. Nada. Abandoné la búsqueda por un tiempo.
A través de Joaquín Correa me llegó la nota de Daniel Link sobre la aparición de Dinero para Fantasmas. Salñí hacia la librería más cercana: una especie de supermercado, con empleados de supermercado, góndolas de supermercado, manejo de supermercado. Incluso tiene una tarjeta que suma puntos con las compras para canjear por productos.  Dice "libros" en la puerta. Como pudiera decir "papas" o "cortes de cerdo".
"Hola, ¿tenés lo nuevo de Edgardo Cozarinsky?", pregunté a un repositor externo.
"Mmm... no".
"Bueno, gracias", dije mientras se retiraba el repositor externo y observaba que en el espacio que ocupaba su desinformado cuerpo uniformado, a veinte centímetros de su espalda, desde una mesa, me extendía su abrazo la portada de Dinero para Fantasmas.
Llegué a mi casa, leí. Andrés Oribe, el protagonista... "un cineasta, un raro, con una carrera zigzagueante entre la Argentina y Europa, con algunos títulos de culto, inhallables. [...] escribía novelas y ensayos que publicaba regularmente... desde hacía varios meses que los amigos jóvenes que lo habían buscado, porque a pesar de su edad a Oribe le gustaba rodearse de jóvenes, no lo habían encontrado. Su número de teléfono, informaba un mensaje grabado , 'no correspondía a un abonado. Su dirección de correo electrónico había sido cancelada".
Levanté la vista, reí. En algún punto, me sentía inmerso en un mundo de procedimientos de falsificación. Sólo un año de conocerlo y ya me había transformado, especular, distorsionadamente, en un personaje del universo del hombre que ríe y habla chispeante ahora frente a mí.

*

Poco a poco miro el bar. Mozos pulcros, más chic que lo que conozco como chic. Camareras de piel blanca, como papel. Labios dibujados con pluma. Caras femeninas de Francia y Rusia; caras masculinas de Inglaterra y Argentina. La ropa que usan no se vende en ningún lado. Santé: paredes blancas, revestidas en madera, con ventanales a las dos calles de la esquina. Alguien descuelga con cuidado cuadros blancos como las paredes del bar, expuestos con inapelable buen gusto. Una pizarra con tiza anuncia las uvas y precios de los vinos por copa.

*
Hablamos. Hablamos y caigo en el riesgo, me doy cuenta, de dejarme llevar por sus palabras y enmudecer definitivamente. El merlot es excelente y no tengo dudas de que yo también tendría mi oficina en ese bar, sólo por la copa de vino que degusto. Trato de seguir el esquema que tracé en la libreta y en la cabeza de los temas que trabajo.

*
Se aproxima uno de los mozos de edad indescifrable con dos platos. "Pero cuánto mimo" dice Cozarinsky. Sendos triángulos de pan negro semi tostado, tibio, con una feta gruesa de un queso de textura similar al mozzarella pero cuya intensidad de sabor recuerda al queso de cabra; sobre eso, dos rodajas del tomate más gustoso que probé en largo tiempo, rociado con un hilo de aceite de oliva que no tapa el fruto ni la perfecta combinación entre una pizca de tomillo e ínfimo orégano.
Miro a Edgardo, al otro lado de la mesa. Afable, sonriente; calmo e inquieto. "Ninguna solapa de libro promete lo que después se cumple", pienso sumergido en la conversación. Recuerdo el total respeto de mis primeras misivas; los intentos de encontrarlo en direcciones de correo electrónico ya canceladas. Podría jugar a dar acaso con esa otra figura autoral de Cozarinsky: la de entrevistas y reseñas, pero también la intermediada por los fracasos de la búsqueda. Mensajes enviados a nadie, rastreos infructuosos por redes sociales, comentarios de profesores de la facultad, cruces de e-mails a direcciones caducas que llevaron a nada.

*

Calmo e inquieto, atiende el reloj. De algún modo, ha pasado casi una hora y media desde que llegué.
Por el Bafici, explica, tiene una cita con alguien que estará pocos días en el país y debe irse. Toma mi dirección postal para enviar dos films por correo. Se levanta.

"Martín, todo esto lo anotamos en mi cuenta, ¿no?"
"Así parece"
Cozarinsky se predispone a irse, ligeramente apurado.
Un poco perplejo, me levanto. No son las cinco y media y el copón vacío de merlot -merlot incomparable- se confunde con los nervios que se reeditan en el saludo.
"Esto es una emboscada, no me deja invitarlo" -digo, torpe, olvidando que hacía una hora me pidió por favor que lo tutee.
Esonríe.
Habla con una pintora que descuelga los cuadros expuestos en el bar mientras yo ordeno el paquete de cosas que llevo encima.
Nos encaminamos hacia la puerta. Reitero mis gracias.
Nos saludamos en la vereda.
Caminamos en direcciones opuestas y nos perdemos pocos metros más allá de la esquina.
*

Diez días después, llegará el sobre a mi domicilio con dos discos, firmados por él mismo. El remitente dirá "E. Cozarinsky. C/O Santé Bar".


*

13 de Abril de 2013.