miércoles, 4 de enero de 2012

Publicación Semestral. ISSN N° 1853-6867. Año 2. Número 3. Enero 2012.

Vericuetos de una traición.
Traducción de Gagging order, de Radiohead.


    Orden de silencio.

Sé que estás pensando…
no soy tu propiedad.
¡Qué importa qué decís!
¡No importa qué decís!

“Proseguir, no hay nada para ver”.
“Sólo un cuerpo, nada para ver”.

Dos más al desayuno,
un té para los tres
para bajar un cambio,
para bajar un cambio.

“Proseguir, no hay nada para ver”.
“Sólo un cuerpo, (di)suelto en el andén”.

“Proseguir, no hay nada para ver”.
“Sólo un cuerpo, nada para ver”.

“Proseguir”
*

La traducción, que encaré como juego, me presentó el típico problema de la métrica; algunas licencias fonéticas al cantar sortean con, espero, cierta suerte las asperezas de una versión que, al hacerla, me trajo aparejado el asunto de los significados, o el sentido, más bien, de todo. ¿Qué era eso que cantaba, que me pulsaba a seguir tocando en mi mente cuando caminaba por alguna avenida llena de gente, como un mantra? Algo había con esa especie de (reponía un contexto que nunca hubo) víctima licuidificada en el asfalto, de contornos delimitados por tiza, como un muro de contención entre su deceso impensable, inesperado e imperiosamente censurable, y la realidad de la urbe inglesa, fría, atestada, implacable. Urbe que, como todo lo otro en la canción, no había yo conocido. Todavía no sabía de qué hablaba. La canción. Ni yo.
Re-hacer comporta una direccionalidad, uno es un punto que deviene vector, así ese vector tenga la fisonomía de una telaraña. Hay que definir. Se. El tea, el ‘move along’ y su difícil pareamiento con la primera estrofa me remitió a ese procedimiento tópico del que Radiohead hizo su marca registrada en OK Computer: la cita de discursos. La parodia[1], podríamos decir en términos que ningún teórico de la parodia aceptaría, empleada como collage: el corte y pegue que disloca un contexto y genera otra lectura. Cítese por solo ejemplo “Fitter Happier”, suerte de decálogo del buen yuppie ‘cantado’ por una máquina con piano tétrico y una pared de gasa sonora opresiva generada por computadora; el tema evoluciona de los esperables lugares comunes de una propaganda de tónico capilar o complejos multivitamínicos para la memoria, hasta una síntesis (tan retorcida como la partitura del tema) del sujeto sujeto por la big maquinola (a pig in a cage on antibiotics).
Quizás “Gagging order” era eso, otro collage de discursos. Gag order finalmente se me tradujo como una orden (legal) para callarse: una mordaza jurídica[2]. Terminé imaginando unas viñetas dibujadas donde una primera voz replicaba a una segunda por esa orden. No me digas que me calle. Un policía que custodia la escena (¿del crimen?) comanda a una hipotética masa que continúe con su vida… no hay nada para ver ahí. Pero por supuesto lo hay, hence the gagging order.
La otra estrofa es y no es la señora del café de la esquina, que acaso ha presenciado la escena, ahora tapada por cintas del cordón policial. Continúa. Han llegado invitados y no se hará otra cosa que tomar el té[3] luego del exabrupto en la tarde. Té, pienso, como cifra icónica de una costumbre. Té como sinécdoque de lo inglés.
Desde esa esquina quizás todavía se vislumbra entre el tumulto algo de esa escena turbia y oscura. Por un resquicio se entrevé ropa, un brazo, marcas de tiza en el piso. ‘Sólo un cuerpo deshecho en el pavimento’.[4]
Está bien, solamente es eso, hay que seguir tomando el té[5].

La canción se construye sobre una afinación particular (Do, sol, do, sol, si, re) de las seis cuerdas. Ésta permite tocarlas ‘al aire’ produciendo un acorde de Do mayor con una séptima mayor y una novena. La guitarra parece rehuir de toda disonancia, propiciando la armonía placentera, casi otoñal y arbórea del sonido como un colchón enorme. Con ese punto de partida, la melodía no huye y reposa en ese principio, jugando hasta caer finalmente en Sol. Como esas cinco de la tarde, como el olor del té, es ajeno a todo ese mundo el crujido de carne y huesos. Se impone una orden de silencio. La voz que gritó algo allá al principio es callada finalmente por la formalidad legal y tapada por las voces. La mesa con el té, los mandos que ordenan proseguir, un acorde abierto, gigante que abraza todos los rayos de la tarde y el sol: superficies de un placer (ahora, siniestro) cómplice de una trama por la que se filtra la sospecha de que somos ‘el triunfo del plan de alguien’[6].



[1] Pensada como πάροδος, contra-canto, un canto otro del primero.
[2] Alguien me confía, aquí cerca, que personas como Moria Casán suelen emplear (ella, seguida y enfermizamente) la expresión ‘bozal legal’. No espero ampararme en ninguna nomenclatura oficial, solo espero que se entienda el término.
[3] Gratuito guiño sodero para la multitumbre.
[4] “Just a body pouring down the street” emplea el verbo referido al servido del té (to pour tea). Subrepticiamente, la muerte empaña un poco las teteras. O bien, el té ahoga finalmente el mal recuerdo.
[5] Es impensable que una señorona inglesa “baje un cambio” (con esa selección léxica); no resulta descabellado en boca de una paqueta cuarentona rioplatense que quiere fingir distensión luego de un incidente que mejor no manche la tarde.
[6] Cf. Meeting people is easy (Grant Gee).
[7] Como última nota, añado que la versión no fue hecha más que para cantar. Con guitarra. Todo se subordinó, en última instancia, a eso.



***


Como si oyese música en el último disco de Fito Páez. 
Sobre ‘Construcción’ (Canciones para Aliens).

No es fácil escuchar hoy a Fito Páez si el primer álbum musical del que uno tiene memoria en la vida es ‘El amor después del amor’. Menos contando que, junto con Serú Girán, Spinetta y otros jóvenes destacados, fue también con los primeros seis discos de Páez (esos que podían contener, en “segunda línea” de difusión, Carabelas nada, Tatuaje falso, Alguna vez voy a ser libre, Dejaste ver tu corazón, Fuga en tabú, Canción sobre canción…) que la década del ’80 desarrolló los músculos del cuerpo que hoy trata de escucharlo (cuerpo de alguien que, cuando nació, sonaba nuevo en la radio ‘Instan-táneas’).
Por lo cual encontrar un disco que de pe a pa (del latín ‘de pe a pa’) el común de la gente llamaría “esuchable” de parte de este señor merece cierta consideración.

Paréntesis. No se va a entrar aquí en la disquisición sobre las joyas ocultas entre la porquería en discos como ‘Rodolfo’, ‘Rey sol’ o ‘El mundo cabe en una canción’. Las hay, disfrutémoslas en silencio. Y punto. Fin de paréntesis.

“Canciones para aliens” propone algo que Páez viene haciendo, esperable en una persona cuyo árbol de melodías va quedando seco y ya sólo da vestigios mohosos de la carnosidad turgente y roja de antaño: el cover. Cover, palabra horrible para “versión”, que junto con break, locker, drink va sodomizando lenta e inexorablemente nuestro rioplatense.
De inmediato resuenan las palabras del local Alfredo Di Florio, figura perenne a la Rock and Pop Beach: “Mar del Plata es una ciudad llena de bandas de covers”. Pero este cronista disiente, y se propone explicar por qué (en un ejercicio que puede hacer un niño de no mucho más que cuatro o cinco años) escuchando el disco de Páez. O ciertos temas del disco de Páez. Poniendo oído a uno y otro fenómeno concluimos rápidamente: una versión de un tema es lo que hace Páez con, por ejemplo, ‘Las dos caras del amor’ o ‘Construcción’. Y Mar del Plata es una ciudad de imitadores.

En Canciones para Aliens Páez hace muchas cosas, que en promedio le salen muy bien. Enfatiza sus puntos fuertes y maquilla los flacos. Hace justicia a la versión Bowie-Jagger de “Dancing in the street” en dueto con Juanse, a quien dada la naturaleza ochento-pop del tema sólo habrá conseguido porque junto al camaleón cantaba (y bailaba, no nos olvidemos de que bailaba) el líder de los Stones, y si lo hizo Jagger cómo no lo va a hacer Pomelo. “Rata de dos patas”, infaltable ranchera para sacarse la rabia virulenta en cualquier parranda de 2012, añade a teclados e influjos orquestales casi de música incidental a la larga diatriba que es la simpática letra de Toscano. “Las dos caras del amor” pasa a segunda voz lo que era una plegaria en primera. Sería imposible pedir (-le a Paez) que se atenga con rigor a los ceñidos espacios de la métrica en la que la proporción casi monosilábica del inglés dice tanto y tan cómodamente (de todos modos, como con los Beatles, este cronista piensa que si tradujéramos íntegra esa letra -y otras- al castellano terminaríamos acurrucados escuchando Muchacha, Eiti Leda y nada más). Sólo se objetaría a la versión la forzada línea ‘verás el amor’, que aparte de sonar barata y querer emular –rústicamente- el sonido final de ‘somebody to love’, no rima y cae en el vacío. Por demás, la libertad del enfoque la hace suficientemente nueva para no suscitar comparaciones que la precipitarían hacia la nada inicua. Su punto alto acaso sea Páez haciendo el cerrado eslalon vocal final cuesta abajo que Mercury sortea favorecido del hecho de tener la voz que tendría dios si bajara a la tierra y cantara rock-pop de los 70-80. “Te recuerdo Amanda” merece una advertencia para quien no lo conozca; es la única oportunidad en que Páez tiene de bajar un corazón de un piedrazo, y lo hace. Con su voz en reconstitución por estas décadas, que parece necesitar una troupe de arquitectos para que se mantenga dentro de la tonalidad y no se convierta en una impretendida composición de Elsa Justel –derrape que felizmente aquí no ocurre-, logra que la ejecución medida dé una contundencia de peso inesperado a la letra y el piano incesante.

Basta.
Construcción, de Chico Buarque, por Fito Páez.

Páez y Sujatovich cambian disonancia descendente por potencia, socialismo coral por armonía arrabalera, guitarra mareada de bossa por línea de piano de herencia garciana al modo Tráfico por Katmandú / Led Zeppelin. Tomando ciertas melodías del original, bajan el tempo y le dan un color fusionado en tanguero rioplatense. Resuena Piazzolla y Buenos Aires Hora Cero, con cuerdas y vientos fuertes de ecos de adagio sinfónico.
La letra, en versión de Daniel Viglietti, constituye el retrato de un obrero suicidado en clave de crónica monótona, con tintes de mirada extrañada por la lejanía del transeúnte desde la vereda. El acecho desde el inicio de las cuerdas graves evoca un travelling lateral perentorio. Su juego esencial es la naturaleza cíclica y variativa de las construcciones. Historia repetida, repetitiva de la rutina que lo conduce a la caída. Historia de las microhistorias mínimas al descenso, juego de modificadores en juego de conmutación estática.
Una versión de la variación ilumina la otra, las palabras se tocan poco a poco como un caleidoscopio donde las puntas se desprenden unas de otras y hallan espacio y sentido en contacto. Y los pelos se erizan lentamente cuando la figura del obrero se dibuja de la mano de los modificadores que se repiten y transmutan, embebiendo de alcohol, flacidez, delirio, liviandad y muerte su caída al vacío indiferente de la calle. A contramano entorpeciendo el sábado.
La variación juega con la acumulación intensificando las líneas del cuadro, donde no hay descripciones insulsas o desprovistas de peso, porque cada atributo está signado de la gravedad que estrella al obrero en el pavimento. A contramano entorpeciendo el tránsito.
Por otra parte, lo que en la original de Buarque es un tropel de vientos y voces en ascenso desprendidos de la tónica de la guitarra con una búsqueda ligeramente volcada hacia lo acumulativo y disonante, Páez/Sujatovich trasmuta lo urbano típico brasilero en porteño (incluídos el “cri-cri” y toda la caterva de ruiditos que Astor explotaba en los ejecutantes y el uso “no convencional” al tango de los instrumentos). Las cuerdas parecen ser el pasaje al momento “Kashmir” de la canción, donde se desnuda la vocación rock de sus versionantes y la muerte toma forma de música que rememora a ‘Ciudad de pobres corazones’.

Páez decía, en una vieja entrevista previa a Giros (1985), hablando de cuál era la identidad musical argentina que él veía plasmada en su trabajo, ‘somos una mezcla concreta de muchas culturas, o sea, el mundo arjo, la berretada… y la cosa linda como el Cuchi, el Chango, el folklore, los trovadores, la milonga del sur, el candombe, y la cosa de afuera…’. En momentos donde la música de hoy parece no negar sino desconocer el bagaje latinoamericano profundo (los viejos viejos), se hace agua en un presente que no hace pie en el pasado. Hermosa y necesaria operación anacrónica la de las mejores versiones de este disco, Construcción entre ellas.