lunes, 5 de septiembre de 2011

Publicación Bimestral. ISSN N° 1853-6867. Año 1. Número 2. Junio-Julio 2011.

Algunas notas sobre "Sombras sobre un vidrio esmerilado" de J.J. Saer


 “Y sin embargo, qué sencillo”
El tiempo como problema aparece en el cuento en la primera línea, a título de una mención casi pasajera, como una queja, una exclamación, que suena propia de la oralidad, en la voz de Adelina Flores. La disquisición de índole metafísica y metatextual se introduce desde un gesto que poco complejo resuena de cuanto luego se ahonda en su abordaje. Hay una búsqueda de definir un qué o un cómo sucede el devenir de las cosas, puesta en boca hecha texto de alguien a él sujeto. Si la protagonista es un ser de materia en tiempo, se halla atrapada dentro de algo que no puede dilucidar, y la paradoja parece ser la grieta entre dos líneas divergentes por la que su voz cae, derrotada la palabra (la materia en tiempo) por el enigma (explicarse a sí misma): “¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo!”. La narración lleva adelante una evocación de momentos significativos, de alta densidad emocional y orgánica en la historia de la protagonista/narradora que se introducen sin parafernalia existencial ni marco filosófico. La reflexión sobre el tiempo, el pasado, la vida así tiene un tono, un color de cotidianeidad, de asunto en permanente convivencia con lo mundano, con la vicisitud de lo íntimo y familiar. El personaje se aleja del arquetipo, del héroe, de la alegoría, y vive; sufre de calor, de una operación, de deseo insatisfecho, y también de tiempo.


Adelina Flores trata de definir el tiempo en él atrapada. Mira desde una noción de “Ahora”, y la desentrama en una extensión donde la evocación de lo pasado cesa (“El recuerdo es una parte muy chiquitita de cada ‘ahora’”), pero donde simultáneamente el instante es experimentado como recuerdo (“el presente es en gran parte recuerdo”) y como múltiples ‘ahoras’ (“En el ahora en que me lo cortaron, ¿cuántos otros senos crecían lentamente…?”).
El texto se configura una materia lineal en la que habrá un juego remisiones entre puntos (ahoras) con distintas ubicaciones (en tiempo), batidas en una cuestión de perspectiva, es decir desde dónde se mira y hacia dónde. Si para Lönnrot una sola línea con puntos intermedios constituye un laberinto[1], Adelina Flores deambulará por los pasillos inapresables de los lugares de Santa Fe, de su historia, su sexualidad y su poesía tratando de definir el ida y vuelta de la operatoria del recuerdo mientras que pretenderá asir el instante, visitándolo, pulsándolo persistentemente. Todo hamacándose en su sillón de Viena.

“En el sillón de Viena”
El texto va del presente cuestionado como tal, esos “Ahora” sucesivos y marcados a cada momento en que se documentan (que posa la atención sobre el sillón en que el cuerpo de la voz narradora está, sobre lo que se proyecta desde el cuarto de baño), al pasado, esos otros fragmentos, esas otras instantáneas como viñetas. La anécdota de Tomatis y la “recomendación” inquisitiva sobre la vida sexual de Adelina, los bañistas en el parque del Sur, Susana y su ida al médico, el viaje a la playa y el pedido de mano de Leopoldo, la muerte del padre; se recorren en balanceo con el día terrible de enero de luz cenicienta. Como la silla en que se hamaca quien evoca, el texto se hace un pendular entre los nudos que “Dios”, dice la voz narradora, hace en el tiempo:

El tiempo de cada uno es un hilo delgado, transparente, como los de coser, al que la mano de Dios le hace un nudo de cuando en cuando y en el que la fluencia parece detenerse nada más que porque la vertiente pierde linealidad.

Como el hilo que explica el tiempo, la silla que oscila, evoca, reabordando la concepción del cronotopo bajtiniano[2] en tanto conexión de las relaciones de tiempo y espacio. Ese movimiento se constituye en materia indesentendible del tiempo. Y simultáneamente es problematizado en la metáfora del nudo en el hilo (el nudo que, como las muertes, son un incesante “ahora”) que es a la vez una reformulación de la aporía de la flecha de Zenón[3], destino de la referencia borgeana, que pone en acto la paradoja del tiempo.
Así, el texto se va marcando, como el hilo por Dios, de hitos, de ahoras que lo constituyen; su materia es tiempo.

Recuerdo. Recuerd-
El “ahora” es una punzada en medio de un todo que se experimenta como recuerdo. El tiempo es flujo simultáneo y el texto trata de asirlo pulsando el instante. Pero el tiempo huye, como una materia que nunca puede atrapar una palabra.


Es terrible, pero ese ahora, tan cercano, no es más que recuerdo; y si vuelvo la cabeza otra vez hacia la puerta que da a la antecámara el "ahora" de los sillones de funda floreada, vacíos y abandonados, y las cortinas a través de las cuales penetra la luz crepuscular, no será más que recuerdo. Vuelvo la cabeza; ahora. La sombra de Leopoldo ha desaparecido.

Si el tiempo se descompone y destruye en infinitos planos atemporales, tampoco habrá modo de atrapar lo atemporal (un ahora) con materia en tiempo (una palabra que enunciada, pasa y se va). Y el recuerdo es una suerte de acecho, un acecho que parece sencillo pero es complejo, pobre, y abrupto.

Era una noche de pleno ("contra las diligencias"). Era una noche de pleno invierno.

Como otra pista de audio puesta en el mismo momento, pero más como un disco que salta ante la rayadura de la superficie de la evocación del presente, un poema toca la superficie del texto y todo se restituye, como un salto, como un déjà vu o repetición invisible en el hilo de la memoria. El poema aflora y también produce un corte en el discurrir de lo evocado:

Volvía después de las once, con los pies deshechos; y mientras me aproximaba a mi casa, caminando lentamente, haciendo sonar mis tacos en las veredas, prestaba atención tratando de escuchar si oía algún rumor proveniente de aquellos árboles porque ("Ah si un cuerpo nos diese" "Ah si un cuerpo nos diese" "aunque no dure" "una señal"…

Ese por qué queda inconcluso, reverberando en la sintaxis salpicada de irrupciones e iteraciones, donde la memoria parece repetirse como quien vuelve sobre los propios pasos para acordarse a dónde iba.
Pero también hay un fuir, una presencia de lagunas prolongadas donde el tiempo es uno, el de la evocación. Y en la danza entre el ataque del tiempo en fragmentación y la intensidad de reflujo de ciertas imágenes, se enclava el sujeto evocante.

“Nadamos toda la mañana”
El flujo del recuerdo de la víspera del pedido de mano de Susana por Leopoldo es constante e ininterrumpido, abarca un largo párrafo donde se fijan puntos constitutivos del personaje: la soledad como resultado de una relación trunca, un triángulo imperfecto de amor con ella como tercera excluída, la fijación del bajo vientre de Leopoldo como algo siniestro y oscuro… la sexualidad sepulta en el lecho del río. No hay “ahoras” en ese momento, no hay recapturas de instantes como busca de asidero, en tanto el recuerdo es fluir perentorio al que el sujeto se abandona, sujetado[4]. Como experiencia traumática revivenciada, el tiempo pasado corre como aguas subterráneas de las que la punzada presente es síntoma[5] que reactualiza el episodio. Leopoldo desnudándose lentamente para bañarse son un barajar y dar de nuevo de materia y tiempo del episodio primigenio: ayer y hoy, aguas de río y de baño, dos tardes de verano, un mismo Leopoldo, más viejo, pero con las mismas partes blanquecinas que le revolvieron el estómago a Adelina.
Todo como un reflejo deformado, una sombra.

Puedo ver su sombra agrandada, pero no desmesuradamente, sobre los vidrios esmerilados de la puerta del baño que da a la antecámara. En este momento, únicamente esa sombra es "ahora", y el resto del "ahora" no es más que recuerdo. Y a veces, tan diferente del "ahora", ese recuerdo, que es cosa de ponerse a llorar. Es terrible pensar que lo único visible y real no son más que sombras

El recuerdo como deformación se plasma en el vidrio esmerilado es otra forma que reaborda la condensación espacio-tiempo: la vista captura una silueta hecha de no-luz, que varía en el tiempo y la forma, proyectada sobre una materia opaca y translúcida. El tiempo es una cuestión de perspectiva, que a cada plano se disloca, trastoca, y que él en sí es agente de cambio, destrucción, fijación, aniquilamiento, letargo.

Seno.
Si el tiempo se hace texto, el texto mostrará cómo el dolor se hace cuerpo. Hay un juego de lo inmaterial corporeizado.

Porque así como cuando lloramos hacemos de nuestro dolor que no es físico, algo físico, y lo convertimos en pasado cuando dejamos de llorar, del mismo modo nuestras cicatrices nos tienen continuamente al tanto de lo que hemos sufrido. Pero no como recuerdo, sino más bien como signo.

Sus baches, su irrupción temporal serán las cicatrices que como marcas de una falta, suturan dos segmentos distintos, unen haciendo textura en un lugar donde hubo otra cosa, donde hay presencia. En el cuerpo, un seno, una glándula metáfora de cariz de maternidad en la mujer; en el texto, la continuidad, la explicación, el sentido para el sujeto. Y si

Lo que desaparece de este mundo, ya no falta. Puede faltar dentro de él, pero no estando ya fuera...

se reconstituirá en el texto lo que falta estando. El texto será una cicatriz de sentido, presencia que sutura recuerdos, tiempo. No se escenifica lo que Tomatis le achaca, la falta de fornicación, sino que se textualizan (“existen”) los momentos en que no lo hizo, en que esa sexualidad se marcó carente, inexpresada. Por eso “Eso” será la palabra que designe, neutro, indefinido, ajeno, todo el cúmulo de lo no ejercido en su persona:

Vi eso, enorme, sacudiéndose pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro

El carácter neutro se redobla en tanto la evocación deja entrever la sexualidad incestuosa


Estaba verdaderamente ("por los ramos" "de luz solar") hermosa esa tarde, alrededor de las cinco, […] dejando ver al saltar las partes de Susana que no se habían tostado al sol. No era la blancura lisa y morbosa de Leopoldo, sino una blancura que deslumbraba. Pero no piensa en eso. No piensa en eso. No piensa en nada. Mira la ciudad gris —un gris ceniciento, pútrido— que se desplaza hacia atrás mientras el colectivo avanza hacia aquí.

El presente hecho de represión se revela como la desidia de un ejercicio de lo imposible, vedado, prohibido. El otro “Eso”.

Envío.
¿Cuál es la pregunta no formulada? Si todo, bajtinianamente, es diálogo o respuesta a algo o a alguien, podría problematizarse qué incógnita devela, hacia dónde se encauza el estallido de las partículas encerradas en esa habitación de verano hacia todos sus pasados.
El envío arroja claves de lectura.

La voz que escuchamos sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única voz, y no hay más que eso, excepción hecha de las caras vagamente conocidas, y de los soles y de los planetas.

El texto se configura, más que como una voz, como un escuchar, íntimo, interno. Se abre el juego al debate de la polifonía, la monoglosia… La exepción de lo conocido, lo rememorado de lo externo terminan por delimitar el marco de esa enunciación, como un arte poética ejercida desde lo micro.

Me parece muy justo que mamá odiara la vida. Pero pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba tratando de hacerme una advertencia sino de pedirme una refutación.

Como otro anillo más, último, el envío cierra el texto con la voz que puede completarse como hijo de esa otra, primera voz. Voz primera que hace, en el texto en tanto espacio y tiempo, un pedido, un grito, la enunciación desesperada de una palabra de sanación de vida.




[1] JLB: “La muerte y la brújula”; puntos intermedios y acaso infinitos.
[2] Ver: Bajtín, Mijail. “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela. Ensayos sobre Poética Histórica” en Teoría y estética de la novela. Madrid. Taurus. 1989.
[3] Que en realidad constituye tres aporías, la de dicotomía del movimiento, la de Aquiles y la tortuga y la de la flecha voladora, que se subsumen en la noción de la infinita divisibilidad del tiempo.
[4] Ciertas ideas del sujeto sujetado, que vinculan sexualidad, lenguaje, tiempo y fragmentariedad de la aprehensión de la experiencia bien podrían ser abordadas críticamente desde el aparato psicoanalítico lacaniano y desde las ideas de cerología de la escritura de Julia Kristeva. Las líneas abiertas por estas palabras en este texto no son inocentes a esa potencialidad.
[5] Como una punta ínfima de iceberg, que podríamos vincular a la idea de condensación (o incluso desplazamiento, por su carácter metonímico de ser parte de un todo) de los postulados de Lacan.



***

Sobre "Ema, la Cautiva" de C. Aira.


 Como se desarrolla en Fernández (2000, 2007), Ema, la Cautiva se puede leer en diálogo con la denominada serie rural para entenderla como un desfonde de la serie gauchesca y de los textos que establecen el marco referencial de nociones operantes y estructurantes de una cosmovisión. La dicotomía civilización/barbarie, el indio, el fortín, la frontera, el desierto, el extranjero, la campaña del desierto; tópicos, temas, zonas que son constitutivos de la tradición literaria e histórico-política argentina en el siglo XIX son reabordados por la escritura aireana. A continuación se dará cuenta de algunas de las particularidades de esta reescritura y sus efectos.
Citar las menciones de los actores y protagonistas de las contiendas políticas del período pre y post independentista sería excesivo, y baste aludir a su aparición para plantear que ese gesto ya establece una relación con el emplazamiento temporal y espacial de los hechos históricos y los cánones instituídos que desbordan “el modelo de un discurso puesto al servicio de la mímesis o de la teleología” (Fernández, 2007: 1). En el inicio de la novela, el grupo de soldados en viaje experimenta una difuminación de los atributos que el discurso histórico les confiere:

Excepto por el teniente, no se respetaban las formas, y él mismo las consideraba un arcaísmo frívolo. Eran hombres salvajes, cada vez más salvajes a medida que se alejaban hacia el sur. La razón los iba abandonando en el desierto, el sitio excéntrico de la ley en la Argentina del siglo pasado. (Aira: p. 13)

En una progresión propuesta como un continuum de intensidad[1], los soldados se desarman en su pertenencia a una facción polarizada, adoptando por grados la atribución del otro: el salvaje. El binomio sarmientino posiciona a lo civilizado en el lado de la razón, poseedor del logos y, en la tradición, homologable a quien posee la escritura y la ejerce (tal es el caso de Sarmiento en Facundo). La tendencia a entender las formas como algo frívolo por parte de quienes las deben adoptar desarma la coraza externa que actúa como resguardo y código de permanencia, resguardo y cuidado de la condición civilizada. La novela decimonónica, atravesada por el pacto de mímesis que no se pondrá en duda hasta la aparición de gestos que prefiguren la vanguardia a fines del siglo XIX, es reabordada en cuanto al marco genérico y en sus tópicos y temas. Como se verá más adelante, sus preceptos se reconstruirán mediante ciertos procedimientos experimentales.
La alusión al texto de Echeverría sugiere la interpelación a sus puntos de contacto. Inicialmente, el desierto, como se ve en la cita anterior, es identificado por el narrador como ese espacio depositario de la contratara de la razón. Más, si en Echeverría será motivo de la fascinación romántica que ambiguamente se obnubila y horroriza por su salvajismo, su crudeza, su radicalidad y peligrosidad en potencia, aquí se borrarán las barreras entre el espacio donde habitan soldados o criollos e indios. El fortín, que constituiría el resguardo de lo civilizado en ese desierto, se erige como su distinto: “su aspecto actual era el de una torre de Babel o más bien una heteróclita ciudad de juguete” (Aira: p. 23); el narrador entreve la contaminación, la falibilidad de esa construcción. Mas, mientras en Echeverría, “desierto” tiene la fuerte connotación política del espacio donde debe realizarse un proyecto nacional, en Ema… el narrador verá presencias, que se enuncian con la palabra que denota vacío y que es huella de esa tradición. Baste mencionar (en fragmentos que se citarán más adelante) la experiencia de Ema con los indios de Hual, con Evaristo Hugo.

El viaje hará eco en el pasado con la Excursión mansilleana.[2] Pero, mientras que en mansilla el viaje al desierto será motivo que marque “las huellas de los zapatos lustrosos de quien estuvo en París” (Fernández: 1996. P. 23), en Aira tendrá dos posibilidades. Una, el viaje efectivo del extranjero Duval, los diversos viajes de Ema, que se narran. Otra, la de el viaje de la narración, que se planteará como una fuga hacia adelante, un viaje de ida. A esto se alude oblicuamente en el texto:

Todo lo sacrificaban por el privilegio de mantener intocadas las vidas. Despreciaban el trabajo porque podía conducir a un resultado. Su política era una colección de imágenes (Aira: p. 151)

El narrador así hace permeable un aspecto del procedimiento narrativo de la novela: un desinterés por la relación causa-efecto, una disociación de lo consecutivo, que se rastreará en la novela por el desarrollo de núcleos o zonas temáticas que antes que retomar o reencauzar los hilos narrativos, se proyectan hacia el futuro con saltos espacio-temporales, haciendo texto donde esa operatoria acaezca. Por más ejemplo, podemos observar los intersticios entre los apartados, que muchas veces no contemplan o suponen continuidad con lo anterior, o bien el final de la novela. En todos esos casos, hay una suerte de borramiento de pacto de narratividad cronológica y teleológica en términos tradicionales, inclinándose por la ruptura y la discontinuidad:

Dormían muchísimo. Se pintaban con todo cuidado. Se sentaban a fumar en el salón abierto sobre la bahía, mirando las olas que alzaba la tempestad, y pensaban o dormían.
                                                                       21 de octubre de 1978 (Aira: p. 234)

La narración se suspende, no concluye. Desaparece la voz sin dar preámbulo o datos en torno a ese corte, y el texto termina, entendido también como un viaje de ida desligado de su pasado. De modo análogo,

Ema pasó dos años entre los indios, dos años de vagabundeos o inmovilidad, entre las cortes […] viajando siempre. […]. Aprendió el detalle más característico del mundo indígena, que era el contacto indisoluble y perenne de etiqueta y licencia. Etiqueta del tiempo, licencia de la eternidad (Aira: p. 151)

El viaje de Ema continúa a futuro y prosigue, cambiando de grupos de indios y experimentándolo como aprendizaje, absorción de prácticas y adopción del bagaje de vida de un grupo del que comienza a hacerse indistinta. Del mismo modo, Duval experimentará un cambio que lo desdibujará y hará que se reencuentre con parte de su patria cultural y modales en el fortín. Siguiendo a N. Fernández,  “en las tierras que Aira inventa, no caben los destinos inmutables […] los protagonistas parecen hallar en forma fortuita el destino inesperado que llevaban consigo. […] Nada vuelve a ser como fue alguna vez” (Fernández: 2007, p. 3)

Si ponemos en diálogo nuevamente con los textos precedentes en la serie, el llamado desierto está inhabitado, lo que quiere decir que está habitado por lo que no tiene nombre, y por eso tampoco existencia: el malón. Éste aparece sugerentemente en la novela en una instancia donde pervive la identificación de las facciones por sus atributos característicos (los indios son los “salvajes”) y se teme “un malón”, un asalto al fortín por los indios. El coronel Espina propone una tregua monetaria:

Ya todos los espectadores estaban convencidos de que era una función. Aquello debía de ser una suerte de rescate a cambio del cual los indios suspendían el malón imaginario. (Aira: p. 87)

Así se inicia su plan donde la circulación de dinero, dinero que él imprime, se instala como mediación en la relación con los indios mediante un engaño secreto a voces. Un artificio, la convención y la economía ocupan el espacio que en el programa decimonónico ocupó la brecha, la incógnita y que se resolvió por aniquilación:

-¡Dinero real! ¡Ridículo! La moneda es una construcción arbitraria, un elemento escogido únicamente en razón de su utilidad para hacer pasar el tiempo. Esos billetes los imprimió el coronel, y le basta con poner a funcionar […] la imprenta nueva que le hizo el francés. (Aira: p. 88)

*

Se traslucen en las palabras del narrador en torno a Duval ciertas operatorias visibles en la novela:

El silencio se manifestaba en todo, aparecía y desparecía […] Era su novela. Más que la acumulación en el tiempo, le agradaba considerarla un cálculo de la unidad, una precisa, lenta e inmóvil división que realizaba con silencios atmosféricos […] esa constancia duplicada, inhalación y exhalación. (Aira: p. 41)

Silencio, intermitencia, un contar a intervalos. Al hablar de la representación en Ema… se hace necesario relevar esta serie de gestos que aluden desde la voz que efectúa el texto, que en este caso observa en Duval idéntico vaivén de cuenta y silencio: su contar y el narrar también ocurren ambas en la instancia del viaje. La constancia duplicada habla de un ritmo de narración que no necesariamente presupone una forma deliberada y que no se muestra como necesariamente permanente. Así vemos los intervalos de tiempo entre los “capítulos” y los desplazamientos entre las zonas textuales que van recorriendo el escenario en que se emplaza la enunciación sin un destino puntual, prefijado. Hay un borramiento de la teleología, como antes se planteó el desarme de una coherencia lógica y cronológica.

El destino es la fuerza estética de lo incompleto y lo abierto. Luego, se retrae al cielo. El destino es un gran retirado. […] Un acontecimiento siempre es una pintura invertida de lo que no sucede. Por lo cual no debe hablarse de la existencia como de una categoría homogénea. (Aira: pp. 144 a 145)

Esta concepción del hecho, de la existencia como heterogeneidad es rasgo constitutivo de la poética narratológica de Aira. Las rupturas espacio temporales así siguen un lineamiento acorde a una naturaleza de la experiencia que es abierta, incompleta y heterogénea. El “destino” como “retirado” va a abolir la perspectiva de horizonte y de objetivo programático; impera entonces la contingencia, la casualidad y el azar. La idea en que se plasma la noción de acontecimiento implicará la imposibilidad de comprender:

La escena le resultó difícil de descifrar, no sólo por la tiniebla y las posiciones de los jugadores, sino por la perspectiva casi vertical en que la veían. […] Sólo se oía el ruido de los dados en los tableros, un sonido seco y múltiple, que parecía quedar suspendido en el silencio. (Aira: p. 75)

Logos aquí se reemplazará por azar. La contraposición de la voluntad de Ema de dilucidar la escena del juego y el golpeteo de dados que parece repetirse como sola banda sonora del libro pone en la escena breve, en la observación del narrador, la simultaneidad entre la concepción caduca de la realidad y el pacto representacional y la lógica del relato que abreva de procedimientos vanguardistas para hacer estallar la posibilidad de comprensión. No hay desciframiento porque no se puede dar cuenta de una realidad no homogénea, en tanto éste presupone tanto la posibilidad de comprender como la de que hay algo comprensible. Aira plantea, desde la fragmentariedad de los hechos que el narrador pone en palabra, la imposibilidad de reportar la realidad en términos tradicionales de mímesis y “reflejo” de una materia en otra. Antes, hay la discontinuidad total, regida solamente por el azar. Lo aleatorio destruye la pretensión del asir un sentido total y establece una lógica del relato tan previsible como una tirada de dados.

Desplegaron el tablero y jugaron. El azar, como siempre, se revelaba con intensidad especial. En cada tirada quedaba algo así como un enigma a descifrar en la siguiente, y en la siguiente era igual. Era un juego continuo y eterno, el favorito de los indios. (Aira: p. 106)

Aira pone en los indios el juego de dados como una constante que aflora en los momentos de ocio, y Ema cae ante la incógnita revelando la estructura de pensamiento que supone un virtual hallazgo de respuesta. El azar aquí muestra su cara de huida hacia adelante, otro rastro de la transparencia y los préstamos entre la entidad narradora y el modo de narrar el objeto. Un espacio vacío, una incógnita queda al azar que hace que propenda perpetua e incesantemente hacia la próxima resolución.
Así, si el azar gobierna lo imprevisible y no planificado, y la narración se posa sobre una contingencia de espacio tiempo, habrá que atender a la concepción de narrador de esta poética. El narrador, al tiempo en que es voz que constituye la historia como objeto, la describe y comenta:

La entretenían los relámpagos; eran tan impredecibles. Todo lo que recordaba desaparecía en un instante. La luz no revelaba más que su propia futilidad (Aira: p. 73)
Los miembros de los indios parecían rojos, de un cobre inflamado, los encantos tatuados en las mujeres se volvían redes en las que vacilaba la oscuridad (Aira: p. 75)

En los dos ejemplos, el narrador es productor del hecho, es su comentador e incurre en ligeras distorsiones de índole perceptiva. Es decir, refiere (si se pudiera emplear esa palabra, ya que la idea de referencia queda abolida[3]) el hecho; luego, añade valoraciones y comentarios que lo confundirían con una figura omnisciente. Pero ésta remite a una retórica de la representación tradicional; aquí el narrador es la figura que crea en su perpetuo presente, como voz rectora y fabricante, el artificio narrativo, conduciendo su objeto, su tiempo y espacio. Luego del viaje de la narración (que a su vez es la narración de un viaje), lo único inmutable es esa figura que sigue tendiente hacia la próxima tirada del azar. Y por último, el narrador presenta distorsiones en lo sensorial, que efectúan y extreman la singularidad de una experiencia. La noción de verosímil entonces debe replantearse por este carácter de sostén único de la prosa que tiene el narrador. Si por un lado, crea y aborda tópicos de larga tradición literaria, por el otro incurre en descripciones que son trastocadas, por ejemplo, en la auscultación de la futilidad que el narrador dice que hace la luz de los relámpagos, así como la percepción de un fenómeno que hace establecer conjeturas (parecer) y construcciones metafóricas para describir la interacción de los tatuajes de las mujeres con la oscuridad.
De modo análogo, en los dos años que pasa Ema con los indios, hay una desrealización absoluta de los tópicos del desierto y el indio:

Al día siguiente vinieron a buscarla en un carro tirado por bueyes. La llevaron al palacio real […] Las dependencias y pabellones del palacio se extendían alo largo del aroyo […] y tenía algo de laberinto. (Aira: p 160.)

El indio del malón frente al fortín también contempla la virtualidad de la ornamentación ostentosa y la edificación faraónica.

El narrador, finalmente, tendrá improntas fuertes en lo que hace a tiempo y espacio. En citas y pasajes ya mencionados se observa la ruptura de la cronología y la lógica causa-efecto. Esto va a corroer todo el aparato organizativo de un devenir de los hechos encadenados por una lógica causal, y va a instaurar la sintaxis de la yuxtaposición, de la disrupción y disgresión, la simultaneidad y los saltos en espacio y tiempo de todo tipo, atendiendo, nuevamente, a la lógica del azar, cuyo repiqueteo no deja de presentarse en cada recodo del camino en que los indios toman un descanso y sacan dados y bebida. La idea de continuo se repite para prohibir la idea de adentro y afuera, antes y después; “Como se ve, el modelo de la representación se pone en crisis desde las categorías de espacio y tiempo” (Fernández: 2007, p. 3).
De este modo, en el marco de una estética del fragmento donde se proyecta constantemente hacia la siguiente vuelta del azar, habrá motivos, como el del viaje, que presentan recurrencias y permanecen.

Nuestra vida está sentada aquí con nosotros, como una cochera lapona en medio de una tormenta de nieve… La vida pasa siempre como una nube, sin tocar nada ni dejar huella. Igual que la tormenta: no deja huellas porque se repite. Cuando volvió a hablar lo hizo en voz más baja y tenebrosa, como si hubiera recorrido con el pensamiento un largo camino secreto y ahora surgiera muy lejos. (Aira: P. 119)[4]

La noción, en un inicio paradojal, de la repetición que no deja huellas, habla de cómo se articula la obra de Aira en relación con la constitución de lo nacional.

*

Inicialmente, se observa que el viaje es el motivo que se repite en la obra. La idea de la ausencia de huella puede entenderse en relación con el azar y la búsqueda de abolición de la relación causa-efecto. La idea del autor de constituir una tradición no implica el dejar una huella, sino que presupone la repetición, recreación. Así, Aira estaría tomando ciertas estructuras que operan en la concepción de lo nacional para repetir y reinventar su origen:

Duval estuvo observando con sincera curiosidad. Antes de partir alguien le había dicho que el teniente Lavalle pertenecía a una riquísima familia de hacendados, y había estudiado en liceos franceses e ingleses; informes que no lo habían preparado […] a una entrega tan intensa a las formas innumerables del salvajismo (Aira: p. 17)
Espina tiene muchos recursos. Pertenece a esa casta de bárbaros opulentos, elocuentes en transformaciones de la fortuna, siempre colmados aunque son un imán para la miseria (Aira: p. 29)

En estos ejemplos vemos la presencia de estos operantes en su plena deconstrucción por continuidad. La dicotomía entre civilizado y bárbaro se barre en tanto los actores son depositarios de ambos polos por igual intensidad. Quepa también mencionar la soldadesca deglutiendo las crías de vizcachas crudas y de un sorbo, en un acto que horroriza al europeo. El texto opera así con los huesos vacíos de los temas y tópicos de la tradición nacional: el narrador reinventa con los mismos elementos, en el mismo espacio textual, dejando las cáscaras acaso de las nociones que la gauchesca, Echeverría y Sarmiento abordaron desde la dicotomización. Lo continuo, rizomático, intenso e indistinto[5] se observa operado en la reinvención de los elementos de la tradición para refundarlos con una poética singular. La mirada del narrador así extraña el objeto y lo re-crea. Esto se evidencia también en cómo se concibe a los indios, poseedores de vastos instrumentos musicales, arquitectura, ornamentos y cosméticos:

Al quedar solos, Mampucumapuro y Ema y el niño se sintieron repentinamente exhaustos. Los invitados, con su refinamiento sobrehumano, los habían agotado. Necesitaban este silencio. (Aira: p. 111)
el príncipe llevó una comitiva desmesurada […] de músicos, asistentes, masajistas, cazadores, guardaespaldas y niños […] más la multitud de parásitos sin otra función en las cortes que dormir y mostrar sus tocados espléndidos renovados según la hora del día y la circunstancia. (Aira: p. 125)

La ostentación, la parafernalia excesiva y vacua, el mundillo de las cortes europeas aflora, nuevamente por continuidad, no trunca, sino proyectada coherentemente en el texto desde la aparición de los indios. El malón deviene textualmente un ente más próximo a la asociación con la cultura europea que los criollos y europeos. La tradición de la serie rural, el “repertorio de discursos y prácticas, fijados como sentidos en el pasado [son] recolocados y activados respecto de los contemporáneos” (Fernández: 2007. p. 1). El presente se recrea y se presenta como novedad, haciendo algo otro radical en base a lo preexistente. Esto sugiere una reconstrucción de lo esencial nacional desde la mirada a sí mismo. En el cruce entre tradición y vanguardia, que subyace a estas operatorias, el simulacro deviene real.
Releyendo las procedencias, se podría notar que Aira abandona los operantes de corte extranjerizante de la “mirada exterior”[6]. Así, la obra de Aira es, paradójicamente, específica y transhistórica (Cf. Fernández: 2007. P. 3) en tanto es única y singular (haciendo históricamente “algo nuevo” con la tradición) y simultáneamente se puede entender fuera de los límites históricos. Conjuntamente, del anquilosamiento en un bagaje filosófico de raigambre europea, Aira propone salir en movimiento sin destino, generando una imagen gque desfamiliarice y resignifique las antinomias clásicas, dando a luz una tradición desde la extradición.



Bibliografía.

Aira, César (1981): Ema, la Cautiva. Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1981.
Deleuze, Gilles y Guattari, Felix: Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos. 1997.
Fernández, N (1996):  “Bordes, límites y fronteras: notas sobre los viajes en Mansilla, Saer y Aira” Revista Letras, N° 45, Curitiba, Brasil.
Fernández, N (2000):  “Notas sobre la instancia serial. El caso aira”, Cuadernos para la Investigación de la Literatura Hispánica, Madrid, N° 25, Enero de 2000.
Fernández, N (2007):  “César Aira: la serie rural”, en Revsita Big Bang, Internet, Montevideo, Uruguay, 2007.
Fernández, N (2007):  “Poéticas del margen: César Aira y Arturo Carrera”, Revista de Crítica Cultural, N°1, Unisul, Curitiba, Brasil (online).
___________: “Composers: Of Dice and Din”. Internet: Time Magazine. [1969] 2011. http://www.time.com/time/magazine/article/0,9171,840155,00.html



[1] Noción desarrollada ampliamente por Gilles Deleuze y Félix Guattari para oponer a las escalas discretas, y que antes de afiliarse a una concepción de estructura jerárquica opta por una simultánea, horizontal, que crece y se contamina desde lo no binario, el esquema sin centro, sino con múltiples y virtuales infinitos nodos (rizomas) que se expanden por pliegues intensos. (Cf. Deleuze-Guattari: 1997)
[2] Me refiero a Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla.
[3] No hay aquí un más allá del texto; la palabra no es alusión, anverso ni reverso de nada.
[4] El destacado es mio.
[5] Nuevamente, se hace uso de conceptos tomados de la obra de Deleuze-Guattari.
[6] Ver N. Fernández: “La serie rural”.





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Setramenta. 
Año I. Número II. Junio-Julio 2011.
ISSN N° 1853-6867.


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